11.1.13

··· Cementerios


           

            Llegué bordeando la orilla; es la forma más rápida y cómoda de acercarse al lugar. No fue tarea fácil, sin embargo, dar con el camposanto. La orografía del terreno, junto con las trabas impuestas por la insensata forma de urbanizar aquellas tierras de la ribera norte, me obligaron a dar un sinfín de rodeos. El mar no acompañaba en aquel momento. Las olas azotaban con fuerza los matorrales rastreros, y acabé empapado hasta la cintura.
Detrás de aquella curva pronunciada, casi al final del recorrido, apareció una playa discreta mareada por la acción del hombre durante siglos de perrerías. Al diminuto arenal lo acababan de embellecer con piedras encaladas del tamaño de una sandía. Emergía un modesto embarcadero justo en mitad de la ensenada. Me sorprendió que hubiera gente que cambiara el color de la naturaleza: piedras blancas sobre la oscura composición de arena, rastrojos y tierra oscurecida. Estética tan simple como contundente. Al norte y a un lado del claro, mi vista se dio de bruces con un muro cegador, encalado también a conciencia y con una centenaria puerta de madera desvencijada. La puerta estaba cerrada mediante una humilde cuerda de un verde consumido, que la mantenía sujeta al quicio, para que el viento y las olas la maltratasen en su justa medida.
Miré a través de los barrotes, antes de decidirme a desatar la cuerda y a cruzar el umbral. La emoción -me lo habían advertido otros que, como yo, pasaron antes por esto- fue muy intensa. Entré decididamente y, a partir de ahí, fueron los propios signos los que me fueron conduciendo. Mis pies no hacían otra cosa que dejarse llevar. Sin apenas darme cuenta, había comenzado una inevitable, intensa y concienzuda incursión.
            Un antiguo cementerio de marinos en desuso, aunque no abandonado. Extremadamente limpio y bien conservado. Expuesto al sol y al viento del norte que, en tierras menorquinas, no está para bromas. Cerrado al mundo por los cuatro costados, excepto por esa única abertura y, claro está, abierto al cielo.
Las proporciones del complejo no sobrepasan las del rectángulo de juego en un campo de fútbol. Los muros que lo preservan del árido entorno circundante, allí donde las lagartijas y los mustélidos apenas sobreviven al embate de tanta naturaleza curtida, contribuyen de forma drástica a determinar el verdadero sentido de aquel espacio sobrenatural. Sin esos muros el escenario no sería el mismo. Ambiente denso, recogido, monacal. Poesía arquitectónica mediterránea. Metafísica tórrida.
Cuentan que una vez al año llega de tierras lejanas gente navegada, para limpiarle la cara y lavarle las manos; reparan los desperfectos que el invierno haya podido causar y lo dejan en condiciones para franquear otro año. Marineros implicados con la historia, el honor y la lealtad, que rinden tributo periódico a sus compatriotas caídos en acto de servicio.
            Pude contar hasta treinta y cinco construcciones mortuorias, de formas y tamaños desiguales, que encerraban otras tantas historias de luz y sequedad cautivas. Rangos y rasgos diferentes para cada uno de los túmulos. Blanco sobre blanco. Calor. Piedra. Garrapatas. Rastrojos. Tierra y más tierra desnuda. Un solo cactus. Los restos de algún pequeño animal irreconocible. Óxido camuflado por brochazos de negro ligero, provenientes del maquillaje primaveral. Si bien la sensación envolvente era de un silencio absoluto, al otro lado de las tapias se podían percibir voces muy lejanas. Y el canto de las cigarras.
            Ante tan insólito panorama, mi cámara fotográfica resucitó del letargo recobrando su aliento innato. Me detuve un instante para comprobar que todo en ella estuviera a punto y continué el ritmo de los senderos. Me iba sentando sobre las tumbas elevadas del suelo, al tiempo que inhalaba sentimientos nuevos en cada parada. Aire puro. Sensaciones de pura vida en la muerte. Tremendo ejercicio en el paraíso de la simplicidad y la nada. Infinita capacidad para recrear imágenes y fabricar ideas: cientos de fotografías nacieron de allí aquella mañana, fruto de la confluencia de fuerzas contrapuestas. Muchas de esas imágenes fueron repeticiones exactas de otras ya captadas. Reiterar, re-hacer, volver atrás, por el intenso placer de volver a sentir lo sentido hace un instante a través del visor. No volví hasta el año siguiente.
           
            Transcurrido este tiempo, hoy regreso a mi cementerio. En esta ocasión no llego solo, he traído conmigo a alguien a quien tengo en gran estima; un alguien que forma parte de mí, y con el que comparto la demencia de algunos procesos creativos difíciles de confesar. Magma letal en estado incandescente: se trata de Luisito, Luis Pérez-Mínguez. Como es lógico, su presencia en el recinto ha acelerado mi natural predisposición a la creatividad. De modo que, nada más entrar y sin dejar de darle vueltas a mis temas, me separo de él, al tiempo que le voy abocetando ciertas pautas desde un sendero adyacente. Le considero un extranjero todavía y, como tal, me siento en la obligación de guiarle, para que no cometa los mismos errores que yo cometí, para que no pierda tiempo en cuestiones superfluas, de las que podré ponerle al día en cuanto pasemos revista a la experiencia vivida. No es mi voluntad condicionarle, él sabe de sobra lo que tiene que hacer, no se trata de eso, lo que deseo es que amplíe al máximo el espectro de las posibilidades que tenemos enfrente.
Me agacho y tomo las primeras imágenes a ras de suelo. Los encuadres son cortos y muy centrados. Descubro, ahora, como si fueran tesoros, las placas de bronce, a las que no presté demasiada atención el año pasado, volcado como estaba en el sentido universal de aquella grandeza. Las chapas metálicas a las que me refiero hablan de nombres y de graduaciones. De hombres, sobre todo, aunque también hay una mujer entre ellos. Mi preocupación por no olvidarme de ninguno durante el recuento fotográfico -no llevo papel ni lápiz para tomar notas- me obliga a sudar de forma insólita.  La excitación. Voy repasando mentalmente, palmo a palmo, las tumbas que ya he registrado y las que no. Alzo la vista constantemente, para ver dónde está y qué hace Luisito y la vuelvo a bajar para continuar con la investigación. Como si de un escáner se tratara, arrastro mi cuerpo de aquí para allá y en cada una de esas operaciones de peinado acumulo más y más datos de interés. Me duelen los codos; diría, para ser estricto, que me están sangrando.
A mi espalda detecto una extraña sensación ambiental, como un murmurio de ascendencia mecánica, que paraliza por un momento la actividad documentalista dual. La gigantesca proa de un enorme transatlántico irrumpe por encima de la tapia que da al mar. Mi invitado se apercibe enseguida de la magnitud de la escena, pese a que estaba concentrado en un rincón, seguramente haciendo algo mucho más importante. Mi amigo se yergue entre zarandeos, gira como puede su depauperado cuerpo ciento ochenta grados, mientras se dirige hacia la posición del barco. Él no lo sabe, porque acaba de llegar a la isla hace tan solo una hora –le he traído directamente desde el aeropuerto-, pero el espectáculo no es tan extraordinario como en un principio pueda parecer. Se repite todos los días de la misma forma y a la misma hora. A fin de cuentas es puro efectismo, derivado del gran tamaño de la bestia blanca. Consecuencias modernas. Vivo al otro lado del puerto y dedico muchas horas a contemplar estas moles de acero que desfilan, una tras otra, por delante de la ventana de mi habitación. Apercibo a Luis, le advierto de que ya tendremos tiempo para barcos, pero él permanece absorto contemplando cómo el coloso se jacta de la historia. No quiere oírme. Insisto a voces en que no le he traído aquí para esto: el verdadero espectáculo, amigo mío, no está ahí fuera, sino aquí dentro, donde pisas la tierra. Continúa ignorándome, deslumbrado por la majestuosidad de la ingeniería naval. Resignado, decido olvidar su incipiente desvarío. Sin embargo, debo admitir que la composición con barco es mucho más bella de lo que me atrevería a aceptar en público. Cada uno tiene su forma de ser... y él es fotógrafo por encima de todas las cosas.
El buque continúa con su avance pausado, hasta que se despide de nosotros haciendo sonar la sirena. Y desaparece del encuadre dejándonos de nuevo sumergidos en la poética castrense: Thomas Smothers / Us Navy / Uss Java / 1829. David Horton / Sea Us Navy / Uss North Carolina / 1825. John Graft / Us Navy / Uss Delaware / 1829. William Brown / Sea man / Aged 29 years. John Landsley / Sea Us Navy. Samuel Morton / Capt. of Forecastle Us Navy / Uss Delaware / 1843. Henry Butler / Sea Us Navy / Uss Cumberland / 1845. Unknown / United States / Sailor. William Mulloy / Sea Us Navy / Uss Delaware / 1829. Unknown / United States / Sailor. Unknown / United States / Sailor. Mary Griffith Hunter / Wife of Us Navy Sailor / 1870. Placa sin inscripción. Jesse / Surname Unknown / Qm Us Navy / Uss Constitution / Apr 14 1818. Unknown / United States / sailor. Henry Jones / Qm Us Navy / Uss North Carolina / 1826. John Smith Patterson / Act Master Us Navy / Uss Frigate Congress / 1842. Unknown / United States / Sailor. Joseph Cooper / January 18th 1870 / Aged 20 years. A Ed W. Ar( ) Gayner. Placa sin inscripción. Benjamin Zell / Sea Us Navy / Uss Delaware / 1843. Adam Gillis / Sea Us Navy / Uss Delaware. Jacob Shane / Sea Us Navy / Uss Delaware / 1845. John brown / Sea Us Navy / Uss Java / 1832. Silas Howard / Sea Us Navy / Uss Delaware / 1828. James M Lee / Appicl Us Navy / Uss Delaware / 1843. Lester Johnson / Sea Us Navy. Edward Elton/ Sea Us Navy. Ben Andeken Des / Capitän=Lieutenant / Karl Von Bunsen / Gestorben Am 28 März 1890 / Am Bord S.M.S. Kaiser -el único de todos ellos que descansa en una parcela cerrada, decorada con hierro forjado por los cuatro lados-. Robert Alberger / Sea Us Navy / Uss Delaware / 1845. Placa sin inscripción. Placa sin inscripción. (  )org Bel( ) M(  ) / (    ) To Seal. Unknown / United States / sailor.

3.2.08

·· Tía María

Aproximadamente cada quince o veinte días subíamos al pueblo para ver a los familiares; de entre toda esa gente entrañable, jamás olvidábamos por supuesto visitar a la que todos los parientes y amigos llamábamos cariñosamente "la tía rica". Apodo que nunca llegué a entender, pues, en apariencia, la mujer vivía de forma más que modesta. Jamás fui capaz de adivinar en ella el menor signo de ostentación, exceptuando sus ciento cuarenta y pico kilos de peso, que a nadie pasaban desapercibidos. Y lo que es más cierto todavía: no olimos un duro ni antes ni después de su muerte.
El último recuerdo vivo que tengo de ella coincidió con un acontecimiento muy especial. Aquel día llegamos a la población con una alegría desbordada. Ibamos a mostrar nuestra nueva adquisición. Mi padre acababa de comprarse un pequeño utilitario, después de que hubiéramos pasado las mil y una peripecias a lomos de varias motocicletas con sidecar. Queríamos hacer partícipes de aquella dicha a los nuestros. El ingenio mecánico en cuestión era el último avance de la tecnología mediterránea, y con él acabábamos de entrar de forma instantánea en la nueva era de las comodidades. Por lo que había que predicarlo a los cuatro vientos, supongo. De todas aquellas personas a las que llevamos a probar el invento, mi tía “rica” fue la única que no disfrutó con el paseo. La recuerdo sudorosa, agarrada a la manecilla del salpicadero con las dos manos, con el bolso entre las rodillas, y suplicando en voz alta. ¡Por favor, Sebastián, no corras que acabaremos en el hospital! No era para menos, la velocidad punta que alcanzamos aquella tarde rozó los sesenta kilómetros por hora. Toda una prueba evidente de las grandes posibilidades de aquel cochecito con cuatro ruedas, dos puertas, una baca y un volante de serie.
Si la memoria no me falla, a las pocas semanas de aquello, y sin que hubiera tenido el paseo en coche nada que ver en el trágico desenlace, ella nos dejó para siempre. Mis padres se empeñaron en llevarme a la casa mortuoria para que la viera por última vez, pero me negué tajantemente. La angustiosa idea de tenerme que enfrentar a un cadáver tan grande, a tan poca distancia y en la misma habitación, me aterraba. De modo que les propuse un trato: Yo les esperaba en el coche el tiempo que hiciera falta, y más tarde les acompañaría al entierro, como un mal menor. Ir al camposanto tampoco me parecía un regalo del Cielo pero, al menos allí, los muertos no estaban a la vista, que ya era mucho terreno ganado al pánico.
La tumba estaba ya abierta cuando llegamos, y el profundo agujero negro que se abría en el suelo me produjo una gran conmoción. Rezamos todos juntos y en voz alta; luego, el sacerdote salpicó el ataúd y dio paso al entierro. Los operarios municipales, mal vestidos e irrespetuosos con el pesar de la familia, como suele ser costumbre en ellos -según pude constatar a medida que me fui haciendo mayor-, comenzaron su faena. Y la que tenía que ser una sencilla y rutinaria operación de abrir, dejar a la muerta dentro y sellar la lápida, acabó convirtiéndose en una larga y complicada chapuza rural con algunos toques de terror agridulce.
Debido al perímetro del cuerpo y al volumen derivado de aquella realidad ahora inerte, mi tía había necesitado de un baúl especial, claramente incompatible con las medidas de la boca de acceso. Cuando fueron a levantar el féretro, aquellos hombres no pudieron con él, y nos pidieron ayuda a los que estábamos presentes; a los mayores. Varios de mis tíos paternos se ofrecieron solícitos para echar una mano, haciendo constar empero, que no sería ninguno de ellos quién se metiera bajo tierra para maniobrar la caja desde el interior de la sepultura. Y así se hizo, según la voluntad de los que querían ayudar. Pero los problemas continuaron. Después de varios intentos infructuosos por meterla en el lugar que le correspondía, hubo que montar un improvisado andamio para poder maniobrar desde arriba aquel extraordinario peso muerto. Habiéndose tomado un respiro, después de un animado cónclave en el que todos aportaron ideas, se optó por abrir la caja y entrar la base con el cuerpo primero, y la tapa en segundo lugar. Le ataron dos cabos al cuerpo, uno a la altura del pecho y otro sobre sus muslos, uniendo de esta forma continente y contenido, para obtener un conjunto uniforme, mucho más fácil de manejar.
Pero, ¡qué horror!, la muerta apareció de repente ante nosotros, majestuosa, como una momia recubierta por una fina capa de cera verdosa. Al verla tan cambiada, mis piernas cambiaron súbitamente la rigidez del hueso por la flexibilidad de la goma; y mi madre, intentando darme ánimos para que pudiera superar aquella prueba de madurez, me repetía una y otra vez que “los muertos, muertos están”. De aquella forma tan rocambolesca pudieron poner el bulto de pie, sin temor a que se les viniera encima la pesada mole que contenía. Seguidamente iniciaron la maniobra de descenso pero, en el momento en que hicieron efectiva la posición vertical, la cabeza de mi tía se inclinó bruscamente hacia delante y la boca se le abrió de par en par, para soltar un eructo atronador, que nos dejó –creo que a todos- sin respiración. El sonido helado, y la peste a masa descompuesta, puso en retirada, entre vómitos y gritos de histeria colectiva, a todo el cortejo fúnebre.
Yo me quedé inmóvil delante de ella, de una sola pieza. Petrificado. Me despedí de este mundo, dándolo todo por perdido, y cerré los ojos esperando aquel bocado en el cuello, que me llevaría definitivamente al otro lado con ella.

·· Y luego dicen que la escultura es cara



Mi relación con el mundo de los volúmenes ha sido siempre muy característica. Me considero escultor, entre otros tantos oficios, pero no deseo establecerme en él por muchas y muy diversas razones. Tampoco lo hago en las otras disciplinas que practico, precisamente porque me sacude el pánico cada vez que se me aparece el fantasma de las ocupaciones esclavas; y muy en particular cuando se trata de asuntos pesados. Lo mío es el "taller mental" sin limitaciones. (Lo escribió para mi Paulo Herkenhoff.) Por este motivo, y porque lo de picar rocas y cortar metales es labor del todo sucia y engorrosa, cada vez que siento la llamada de la piedra, en lugar de recluirme en mi estudio, como sería lógico, salgo a la calle y me instalo donde sea menos en casa. A pie de obra o de algarrobo o al amparo de algún muro acogedor. Debo suponer que hasta ahora ha sido fruto de la casualidad, aunque también podría achacarlo a los devaneos de mi mente en constante ebullición; y como última posibilidad, con la que no me siento en absoluto cómodo, podría incluso admitir que existe un cierto exhibicionismo por mi parte en este terreno. Sea como fuere, aquel verano me instalé una vez más a la vista de todos, en un solar que hace esquina y que queda a unos sesenta metros de mi vivienda de alquiler. Un asentamiento que me ofrecía la no poco despreciable posibilidad de tomar la corriente eléctrica de la casa de mis primos, que viven a tan solo veinte metros del descampado.
Cada mañana salía dispuesto a comerme aquellos pedruscos y, por concordancia, el mundo. Arrastrando mi flamante carrito, construido con maderas de desecho y cargado con los artilugios necesarios, me dirigía al taller improvisado con la intención ambulante de montar la parada diaria. Utilizaba aquel corto recorrido para escrutar ideas e incluso para darles forma en algunos casos; exiguos sesenta metros de exaltación y alegría contenidas, que se desataban como un torbellino gracias a la tensión liberadora de los primeros martillazos. (Porque lo de picar piedra, amigos y amigas, para el que no lo haya probado nunca, es algo grande, inmenso, intenso, desproporcionado, extraordinariamente difícil de explicar con palabras acordadas). Al llegar al matorral, esparcía mis cachivaches por el suelo, enchufaba mi amoladora a la corriente y me lanzaba a trabajar. Algunos curiosos se iban acercando para comentarme sus impresiones sobre la evolución de las piezas, mientras que otros vecinos lo hacían desde el asfalto, sin atreverse a cruzar esa frontera que demarca la intimidad.
En una de aquellas jornadas interminables, pulimentando una de las piezas, perdí el cuidado de mis ropas holgadas, volcado en la frenética actividad de mi flamante maquinaria, y los acontecimientos se precipitaron. Once mil revoluciones por minuto que se llevaron por delante todo lo que estaba a su alcance: camisa, camiseta, calzoncillo, cinturón y pantalones... y también mis atributos de masculinidad. Acababa de pillarme, engullidos entre los estrujados pliegues de mi vestimenta, mis genitales al completo. Un suplicio que se convirtió en una eternidad y del que no sabía cómo salir. Eran las tres menos cuarto de la tarde y el vecindario andaba en casa, dedicado a las tareas propias de la hora, así que tuve que apañármelas como pude para salir de aquel atolladero sin aparente solución. Debido al constreñimiento de la propia situación, tampoco podía gritar socorro. Me impuse cordura ahorrando toda la energía necesaria y actué de forma inmediata. No quedaba otra alternativa. De otro modo, acabaría dentro de una ambulancia y en la crónica de sucesos de algún medio local. Por su parte, el mecanismo continuaba agitándose con una virulencia inusitada; se movía de un lado a otro, vibraba y zumbaba y yo no encontraba la forma de agarrarlo. El interruptor de la amoladora había quedado oculto entre el amasijo de telas retorcidas y no había forma de parar el bicho. Se me ocurrió hacerme con la conexión eléctrica, que estaba a ras de suelo, a unos dos metros y medio de mi posición, para poder desenchufar el maldito ingenio. Pero, ¿cómo agacharme con aquel torbellino de malas intenciones agitándose entre mis piernas? Si doblaba el cuerpo, iba a exponer también mi vientre a los embates, y agudizaría aún más si cabía el sufrimiento de mis partes en peligro. No las tenía todas conmigo a la hora de conservar la integridad. Pasaban los minutos, hasta que se me ocurrió desacoplar los enchufes a patadas, pero éstos no quisieron colaborar. Y cuanto más hacía por separarlos, menos parecían estar ellos por la labor. Después de mucho intentarlo, al final se soltaron y por fin pude respirar aliviado.
Una vez detenido el ciclón, fui plenamente consciente del desastre que podía albergar en el interior de mi bragueta. Me bajé los pantalones y descubrí con espanto que un desbaratado mosaico, compuesto en apariencia por las más variadas lesiones, había pasado a ocupar la total superficie de mi geografía reproductiva y sus zonas adyacentes. Lejos de entretenerme en contabilizar los sanguinolentos detalles, arrastrado psicológica y emocionalmente por las evidencias, tuve la desagradable visión de haber pasado a formar parte de la gran corte de los milagros. Con un nudo en la garganta, convertido, pues, en minusválido de nuevo cuño, me subí la ropa a toda prisa y encarrilé a trompicones los pasos hacia mi casa, con la intención de ducharme y de aclarar las ideas. Relajado y limpio, decidiría qué hacer y a dónde acudir para conocer de buena fuente el alcance de las heridas. De camino hacia la ducha, recordé que tenía un invitado muy especial a comer ese día y que estaba a punto de llegar. (Se trataba de Santiago Olmo que, como comisario del pabellón español para la XXIV Bienal de São Paulo, venía a trazar un plan de actuación conmigo, al haberme elegido como único artista representante de la legación). Mis males se multiplicaron entonces por docenas, pues el negocio que tenía entre manos con él podría irse al traste si verdaderamente lo mío era tan grave como en principio se me antojaba que podía ser. Por un lado necesitaba todo el tiempo del mundo para concretar con él ciertos aspectos de nuestro proyecto inminente y, por otro, como era lógico, no podía desatender mi sobrevenida problemática de salud. Por razones obvias, en cuanto el convidado hizo su aparición por la puerta, no tuve más remedio que hacerle partícipe de mi preocupación. Aplicando sabiamente aspectos básicos del arte a la fisiología humana, Santiago logró tranquilizarme, asegurando que todo aquel berenjenal era pura apariencia superficial, pero nada importante.
Resultó, como él decía, que las inflamaciones fueron remitiendo a las pocas horas y las laceraciones desaparecieron milagrosamente a los pocos días del accidente. Así, sin necesidad de cuidados especiales, cada una de las partes recobró su aspecto original en poco tiempo, retomando el pulso de sus funciones ancestrales.
Y aún dicen que la escultura es cara.

·· Observador abstracto


Cualquier rincón es bueno, cualquier fracción idónea. El gran conjunto de las situaciones es el mejor banco de experimentación para un observador. Lo abarca –casi- todo. En un momento u otro, cualquier cosa o carne puede acabar en su red inteligente. Huelga decir que los ignorantes son los únicos seres que, aunque de forma inconsciente, escapan a las dimensiones de su proyecto vital.  
            La profesión de observador abstracto es inusual, poco conocida. No obstante, pueden acceder a ella todos aquellos que, sin llegar a entender ni conocer la esencia primera, y más por su innata lucidez que por predisposición voluntarista, logran avistar algún indicio de la materia sensitiva. Los planteamientos en este vasto campo serán siempre laboriosos, enérgicos y al mismo tiempo implacables. La ejecución del trabajo, no obstante, mediante una adecuada y constante preparación, resultará suave y distendida.
            El observador abstracto es eficaz por naturaleza; tanto en lo que respecta a la acción derivada de la propia observación, como en el archivo, cómputo y combinación de los datos que esta aporta. Su genuina capacidad para intervenir en todo tipo de procesos, bien para variar su trayectoria, bien para enriquecer sus contenidos, es ilimitada. En consecuencia, su medida es la medida de sus propias intenciones. Como fluido singular de un contenedor que también lo es, posee la potencia y el ímpetu necesarios para recorrer cualquier distancia fuera de sus límites, llevar a cabo las misiones que se ha trazado y replegarse en sí mismo una vez contrastados los resultados en el programa motriz. Es un espécimen tremendamente agudo y muy perseverante. Una extraña mezcla, a partes iguales, de afectividad, devoción y mala hostia ilógica. Sus maneras no son del todo razonables, pues no da cuenta de esquemas ni de pautas adscritas a convenciones regulares. Actúa sin violencia. Se mueve por impulsos aparentemente ciegos, y sus prerrogativas energéticas son las mismas que rigen las todavía desconocidas leyes del universo. Cambia de programación a voluntad; también de escenarios, de objetivos y de protagonistas, pero jamás traiciona sus fundamentos orgánicos. Capaz de adaptarse a cualquier situación, sabe sacarle el mejor partido a cualquier reto. Pero… en el preciso instante en el que todo parece estar en línea y bajo control, lanza un aviso apenas perceptible y muta. Para cuando alguno cree estar tras su pista, esta ya no existe y el horizonte tiene otras medidas y otra orientación. Palpita sin descanso.