3.2.08

·· Tía María

Aproximadamente cada quince o veinte días subíamos al pueblo para ver a los familiares; de entre toda esa gente entrañable, jamás olvidábamos por supuesto visitar a la que todos los parientes y amigos llamábamos cariñosamente "la tía rica". Apodo que nunca llegué a entender, pues, en apariencia, la mujer vivía de forma más que modesta. Jamás fui capaz de adivinar en ella el menor signo de ostentación, exceptuando sus ciento cuarenta y pico kilos de peso, que a nadie pasaban desapercibidos. Y lo que es más cierto todavía: no olimos un duro ni antes ni después de su muerte.
El último recuerdo vivo que tengo de ella coincidió con un acontecimiento muy especial. Aquel día llegamos a la población con una alegría desbordada. Ibamos a mostrar nuestra nueva adquisición. Mi padre acababa de comprarse un pequeño utilitario, después de que hubiéramos pasado las mil y una peripecias a lomos de varias motocicletas con sidecar. Queríamos hacer partícipes de aquella dicha a los nuestros. El ingenio mecánico en cuestión era el último avance de la tecnología mediterránea, y con él acabábamos de entrar de forma instantánea en la nueva era de las comodidades. Por lo que había que predicarlo a los cuatro vientos, supongo. De todas aquellas personas a las que llevamos a probar el invento, mi tía “rica” fue la única que no disfrutó con el paseo. La recuerdo sudorosa, agarrada a la manecilla del salpicadero con las dos manos, con el bolso entre las rodillas, y suplicando en voz alta. ¡Por favor, Sebastián, no corras que acabaremos en el hospital! No era para menos, la velocidad punta que alcanzamos aquella tarde rozó los sesenta kilómetros por hora. Toda una prueba evidente de las grandes posibilidades de aquel cochecito con cuatro ruedas, dos puertas, una baca y un volante de serie.
Si la memoria no me falla, a las pocas semanas de aquello, y sin que hubiera tenido el paseo en coche nada que ver en el trágico desenlace, ella nos dejó para siempre. Mis padres se empeñaron en llevarme a la casa mortuoria para que la viera por última vez, pero me negué tajantemente. La angustiosa idea de tenerme que enfrentar a un cadáver tan grande, a tan poca distancia y en la misma habitación, me aterraba. De modo que les propuse un trato: Yo les esperaba en el coche el tiempo que hiciera falta, y más tarde les acompañaría al entierro, como un mal menor. Ir al camposanto tampoco me parecía un regalo del Cielo pero, al menos allí, los muertos no estaban a la vista, que ya era mucho terreno ganado al pánico.
La tumba estaba ya abierta cuando llegamos, y el profundo agujero negro que se abría en el suelo me produjo una gran conmoción. Rezamos todos juntos y en voz alta; luego, el sacerdote salpicó el ataúd y dio paso al entierro. Los operarios municipales, mal vestidos e irrespetuosos con el pesar de la familia, como suele ser costumbre en ellos -según pude constatar a medida que me fui haciendo mayor-, comenzaron su faena. Y la que tenía que ser una sencilla y rutinaria operación de abrir, dejar a la muerta dentro y sellar la lápida, acabó convirtiéndose en una larga y complicada chapuza rural con algunos toques de terror agridulce.
Debido al perímetro del cuerpo y al volumen derivado de aquella realidad ahora inerte, mi tía había necesitado de un baúl especial, claramente incompatible con las medidas de la boca de acceso. Cuando fueron a levantar el féretro, aquellos hombres no pudieron con él, y nos pidieron ayuda a los que estábamos presentes; a los mayores. Varios de mis tíos paternos se ofrecieron solícitos para echar una mano, haciendo constar empero, que no sería ninguno de ellos quién se metiera bajo tierra para maniobrar la caja desde el interior de la sepultura. Y así se hizo, según la voluntad de los que querían ayudar. Pero los problemas continuaron. Después de varios intentos infructuosos por meterla en el lugar que le correspondía, hubo que montar un improvisado andamio para poder maniobrar desde arriba aquel extraordinario peso muerto. Habiéndose tomado un respiro, después de un animado cónclave en el que todos aportaron ideas, se optó por abrir la caja y entrar la base con el cuerpo primero, y la tapa en segundo lugar. Le ataron dos cabos al cuerpo, uno a la altura del pecho y otro sobre sus muslos, uniendo de esta forma continente y contenido, para obtener un conjunto uniforme, mucho más fácil de manejar.
Pero, ¡qué horror!, la muerta apareció de repente ante nosotros, majestuosa, como una momia recubierta por una fina capa de cera verdosa. Al verla tan cambiada, mis piernas cambiaron súbitamente la rigidez del hueso por la flexibilidad de la goma; y mi madre, intentando darme ánimos para que pudiera superar aquella prueba de madurez, me repetía una y otra vez que “los muertos, muertos están”. De aquella forma tan rocambolesca pudieron poner el bulto de pie, sin temor a que se les viniera encima la pesada mole que contenía. Seguidamente iniciaron la maniobra de descenso pero, en el momento en que hicieron efectiva la posición vertical, la cabeza de mi tía se inclinó bruscamente hacia delante y la boca se le abrió de par en par, para soltar un eructo atronador, que nos dejó –creo que a todos- sin respiración. El sonido helado, y la peste a masa descompuesta, puso en retirada, entre vómitos y gritos de histeria colectiva, a todo el cortejo fúnebre.
Yo me quedé inmóvil delante de ella, de una sola pieza. Petrificado. Me despedí de este mundo, dándolo todo por perdido, y cerré los ojos esperando aquel bocado en el cuello, que me llevaría definitivamente al otro lado con ella.

·· Y luego dicen que la escultura es cara



Mi relación con el mundo de los volúmenes ha sido siempre muy característica. Me considero escultor, entre otros tantos oficios, pero no deseo establecerme en él por muchas y muy diversas razones. Tampoco lo hago en las otras disciplinas que practico, precisamente porque me sacude el pánico cada vez que se me aparece el fantasma de las ocupaciones esclavas; y muy en particular cuando se trata de asuntos pesados. Lo mío es el "taller mental" sin limitaciones. (Lo escribió para mi Paulo Herkenhoff.) Por este motivo, y porque lo de picar rocas y cortar metales es labor del todo sucia y engorrosa, cada vez que siento la llamada de la piedra, en lugar de recluirme en mi estudio, como sería lógico, salgo a la calle y me instalo donde sea menos en casa. A pie de obra o de algarrobo o al amparo de algún muro acogedor. Debo suponer que hasta ahora ha sido fruto de la casualidad, aunque también podría achacarlo a los devaneos de mi mente en constante ebullición; y como última posibilidad, con la que no me siento en absoluto cómodo, podría incluso admitir que existe un cierto exhibicionismo por mi parte en este terreno. Sea como fuere, aquel verano me instalé una vez más a la vista de todos, en un solar que hace esquina y que queda a unos sesenta metros de mi vivienda de alquiler. Un asentamiento que me ofrecía la no poco despreciable posibilidad de tomar la corriente eléctrica de la casa de mis primos, que viven a tan solo veinte metros del descampado.
Cada mañana salía dispuesto a comerme aquellos pedruscos y, por concordancia, el mundo. Arrastrando mi flamante carrito, construido con maderas de desecho y cargado con los artilugios necesarios, me dirigía al taller improvisado con la intención ambulante de montar la parada diaria. Utilizaba aquel corto recorrido para escrutar ideas e incluso para darles forma en algunos casos; exiguos sesenta metros de exaltación y alegría contenidas, que se desataban como un torbellino gracias a la tensión liberadora de los primeros martillazos. (Porque lo de picar piedra, amigos y amigas, para el que no lo haya probado nunca, es algo grande, inmenso, intenso, desproporcionado, extraordinariamente difícil de explicar con palabras acordadas). Al llegar al matorral, esparcía mis cachivaches por el suelo, enchufaba mi amoladora a la corriente y me lanzaba a trabajar. Algunos curiosos se iban acercando para comentarme sus impresiones sobre la evolución de las piezas, mientras que otros vecinos lo hacían desde el asfalto, sin atreverse a cruzar esa frontera que demarca la intimidad.
En una de aquellas jornadas interminables, pulimentando una de las piezas, perdí el cuidado de mis ropas holgadas, volcado en la frenética actividad de mi flamante maquinaria, y los acontecimientos se precipitaron. Once mil revoluciones por minuto que se llevaron por delante todo lo que estaba a su alcance: camisa, camiseta, calzoncillo, cinturón y pantalones... y también mis atributos de masculinidad. Acababa de pillarme, engullidos entre los estrujados pliegues de mi vestimenta, mis genitales al completo. Un suplicio que se convirtió en una eternidad y del que no sabía cómo salir. Eran las tres menos cuarto de la tarde y el vecindario andaba en casa, dedicado a las tareas propias de la hora, así que tuve que apañármelas como pude para salir de aquel atolladero sin aparente solución. Debido al constreñimiento de la propia situación, tampoco podía gritar socorro. Me impuse cordura ahorrando toda la energía necesaria y actué de forma inmediata. No quedaba otra alternativa. De otro modo, acabaría dentro de una ambulancia y en la crónica de sucesos de algún medio local. Por su parte, el mecanismo continuaba agitándose con una virulencia inusitada; se movía de un lado a otro, vibraba y zumbaba y yo no encontraba la forma de agarrarlo. El interruptor de la amoladora había quedado oculto entre el amasijo de telas retorcidas y no había forma de parar el bicho. Se me ocurrió hacerme con la conexión eléctrica, que estaba a ras de suelo, a unos dos metros y medio de mi posición, para poder desenchufar el maldito ingenio. Pero, ¿cómo agacharme con aquel torbellino de malas intenciones agitándose entre mis piernas? Si doblaba el cuerpo, iba a exponer también mi vientre a los embates, y agudizaría aún más si cabía el sufrimiento de mis partes en peligro. No las tenía todas conmigo a la hora de conservar la integridad. Pasaban los minutos, hasta que se me ocurrió desacoplar los enchufes a patadas, pero éstos no quisieron colaborar. Y cuanto más hacía por separarlos, menos parecían estar ellos por la labor. Después de mucho intentarlo, al final se soltaron y por fin pude respirar aliviado.
Una vez detenido el ciclón, fui plenamente consciente del desastre que podía albergar en el interior de mi bragueta. Me bajé los pantalones y descubrí con espanto que un desbaratado mosaico, compuesto en apariencia por las más variadas lesiones, había pasado a ocupar la total superficie de mi geografía reproductiva y sus zonas adyacentes. Lejos de entretenerme en contabilizar los sanguinolentos detalles, arrastrado psicológica y emocionalmente por las evidencias, tuve la desagradable visión de haber pasado a formar parte de la gran corte de los milagros. Con un nudo en la garganta, convertido, pues, en minusválido de nuevo cuño, me subí la ropa a toda prisa y encarrilé a trompicones los pasos hacia mi casa, con la intención de ducharme y de aclarar las ideas. Relajado y limpio, decidiría qué hacer y a dónde acudir para conocer de buena fuente el alcance de las heridas. De camino hacia la ducha, recordé que tenía un invitado muy especial a comer ese día y que estaba a punto de llegar. (Se trataba de Santiago Olmo que, como comisario del pabellón español para la XXIV Bienal de São Paulo, venía a trazar un plan de actuación conmigo, al haberme elegido como único artista representante de la legación). Mis males se multiplicaron entonces por docenas, pues el negocio que tenía entre manos con él podría irse al traste si verdaderamente lo mío era tan grave como en principio se me antojaba que podía ser. Por un lado necesitaba todo el tiempo del mundo para concretar con él ciertos aspectos de nuestro proyecto inminente y, por otro, como era lógico, no podía desatender mi sobrevenida problemática de salud. Por razones obvias, en cuanto el convidado hizo su aparición por la puerta, no tuve más remedio que hacerle partícipe de mi preocupación. Aplicando sabiamente aspectos básicos del arte a la fisiología humana, Santiago logró tranquilizarme, asegurando que todo aquel berenjenal era pura apariencia superficial, pero nada importante.
Resultó, como él decía, que las inflamaciones fueron remitiendo a las pocas horas y las laceraciones desaparecieron milagrosamente a los pocos días del accidente. Así, sin necesidad de cuidados especiales, cada una de las partes recobró su aspecto original en poco tiempo, retomando el pulso de sus funciones ancestrales.
Y aún dicen que la escultura es cara.

·· Observador abstracto


Cualquier rincón es bueno, cualquier fracción idónea. El gran conjunto de las situaciones es el mejor banco de experimentación para un observador. Lo abarca –casi- todo. En un momento u otro, cualquier cosa o carne puede acabar en su red inteligente. Huelga decir que los ignorantes son los únicos seres que, aunque de forma inconsciente, escapan a las dimensiones de su proyecto vital.  
            La profesión de observador abstracto es inusual, poco conocida. No obstante, pueden acceder a ella todos aquellos que, sin llegar a entender ni conocer la esencia primera, y más por su innata lucidez que por predisposición voluntarista, logran avistar algún indicio de la materia sensitiva. Los planteamientos en este vasto campo serán siempre laboriosos, enérgicos y al mismo tiempo implacables. La ejecución del trabajo, no obstante, mediante una adecuada y constante preparación, resultará suave y distendida.
            El observador abstracto es eficaz por naturaleza; tanto en lo que respecta a la acción derivada de la propia observación, como en el archivo, cómputo y combinación de los datos que esta aporta. Su genuina capacidad para intervenir en todo tipo de procesos, bien para variar su trayectoria, bien para enriquecer sus contenidos, es ilimitada. En consecuencia, su medida es la medida de sus propias intenciones. Como fluido singular de un contenedor que también lo es, posee la potencia y el ímpetu necesarios para recorrer cualquier distancia fuera de sus límites, llevar a cabo las misiones que se ha trazado y replegarse en sí mismo una vez contrastados los resultados en el programa motriz. Es un espécimen tremendamente agudo y muy perseverante. Una extraña mezcla, a partes iguales, de afectividad, devoción y mala hostia ilógica. Sus maneras no son del todo razonables, pues no da cuenta de esquemas ni de pautas adscritas a convenciones regulares. Actúa sin violencia. Se mueve por impulsos aparentemente ciegos, y sus prerrogativas energéticas son las mismas que rigen las todavía desconocidas leyes del universo. Cambia de programación a voluntad; también de escenarios, de objetivos y de protagonistas, pero jamás traiciona sus fundamentos orgánicos. Capaz de adaptarse a cualquier situación, sabe sacarle el mejor partido a cualquier reto. Pero… en el preciso instante en el que todo parece estar en línea y bajo control, lanza un aviso apenas perceptible y muta. Para cuando alguno cree estar tras su pista, esta ya no existe y el horizonte tiene otras medidas y otra orientación. Palpita sin descanso.  

·· En torno al Maestro de la Intensidad



            Luis Pérez-Mínguez es, además de otras muchas cosas, un hombre accidentado. Un adolescente que sufrió una caída, casi mortal, que le condujo, para consuelo de unos y para desdicha de otros, a la fotografía. Es fotógrafo, para quien no lo sepa todavía, gracias y debido a ese fortuito encontronazo con una roca marina. Un accidente dramático al principio, que, no obstante, le ha ayudado en gran medida a saber cómo descomponer el mundo y cómo volverlo a organizar a su medida, todos y cada uno de los días de su existencia.
            Subido a una silla de ruedas y con la cámara al hombro, después de haberse recuperado lo justo del trauma, se fue un día a París, dejando atrás el acomodaticio esquema de la familia y los amigos, para aprender a caminar. Lo consiguió, emprendiendo al mismo tiempo otra cruzada simultánea, no menos audaz que aquella: el aprendizaje de la mirada. Se hace imprescindible en este punto recalcar que la específica selección de imágenes que, con motivo de este libro, el autor ha preparado, son herencia directa y profunda de su nueva manera de mirar. El cuerpo, la figura humana; sus propias trazas. Una constante a lo largo de toda su carrera. Después del drama, tuvo que reaprender a conocerse, tuvo que aprender a mirar el paisaje con nuevos ojos y a ver al prójimo desde una perspectiva quebrada. Con la óptica cambiada, comenzó a resituarse, a reorganizarse dentro del esquema cotidiano de los modos y las maneras, fotografiando y dibujando hasta la exasperación su nuevo cuerpo y el de los demás. Plasmando en papel la extrema necesidad de una adolescencia anatómica que la vida le había negado.       
            Su forma de captar imágenes es una consecuencia directa de ese andar a trompicones; de caer cada quince minutos; de ir por ahí con las rodillas y los codos en carne viva. Derivación analógica de haber mirado durante tanto tiempo desde abajo; de vernos al revés y, por ello, de dominar, cómo no, a la perfección, otros ángulos que a los demás nos son extraños. Es su mirada oblicua, supina, exagerada; a punto siempre de hacer saltar en pedazos todo lo observado. Sus cámaras, fruto de esta prodigada situación a ras de suelo, se mantienen en un permanente lamentable estado de revista. Deterioradas debido a las circunstancias adversas, se retuercen a hombros del que las maltrata sin culpa, o dentro de una bolsa maltrecha, obligadas a convivir con todo tipo de enseres, provenientes de otras castas que no son precisamente la de los mecanismos de alta precisión. Pero no importa, porque no es este un problema digno de mención a la hora de los resultados, en el bagaje de un profesional poco o nada vinculado al gremio del nitrato de plata. “Cuanto más jodidas están mis máquinas, parece mentira, mejor me salen las fotografías”. Cámaras en carne viva, cámaras fieles, accidentadas a la fuerza, torturadas por una causa justa. En este ambiente de agitación y flagelo, al mismo tiempo adorable y candoroso, no hay descanso. Los domingos no tienen cabida en el calendario, porque sencillamente no existen. Así son las cosas en el Madrid, en el Nueva York, en el Bangkok, en la Mallorca, en el Riahuelas de Luis Pérez-Mínguez.     
            De los procesos mecánicos que la fotografía, como toda disciplina, requiere, ni se ocupa. Le interesan solo de forma oblicua. Dice que no van con él ni con su forma de ser. Con que las imágenes tengan lo que tienen que tener, es más que suficiente. “Lo importante en todo esto es estar vivo y poder contar que lo estás. Las fotografías con alma no necesitan de una excelente técnica ni tampoco estar al abrigo de un excesivo discurso”. Las mejores, por eso, no serán nunca las más bonitas ni las mejor hechas, sino aquellas que nos interesen de algún modo. Son las que dicen de interioridades. Las que hablan por sí mismas, de sí mismas, mintiendo estrictamente lo justo. Imágenes desnudas. Como su autor, un hombre desnudo que ha dedicado todas sus fuerzas, desde que recobró la razón al caerse, a expresar lo que lleva debajo de la ropa, que no solo es cuerpo.
            Hay una gran falta de sentido del ridículo en todo lo que hace, lo que confiere a su forma de obrar una absoluta libertad. Él es uno de esos pocos privilegiados que se maneja sin complejos dentro del arte, sabedor de que si no arriesga a conciencia todo lo que hay que arriesgar, no podrá acercarse nunca hasta las cuestiones que valen la pena. Que son muchas. Así, metiéndose a menudo donde no le llaman, provoca que aflore a la superficie lo que la mayoría intenta evitar a toda costa: llegar al fondo de los seres humanos, los animales, el paisaje o los objetos.
            El concepto de autoría es otro de los puntos álgidos en la concepción de toda su obra. Es un artista convencional en el sentido intrínseco de la palabra. Le fascina ser el único y el más personal. Le encanta que le mimen en exceso. Un creador que exhala sutileza por los cuatro costados, dando a luz en la intimidad excelentes obras maestras en la dimensión de los grandes de la fotografía, digamos, “clásica”. Composición, modelo, reflejo, diálogos, intimidad, claroscuro. Figuras en el paisaje. Y es también, por la misma regla de tres, un artista despejado, en el que la idea moderna de autor, de obra o de derechos legales, no es la misma que en el resto de la humanidad inventiva. Un artista desprendido, que no oculta su satisfacción al pregonar que, en la mayoría de los casos, el resultado del trabajo creativo es fruto del azar cooperativo más que de la imperiosa y extendida necesidad de atribuírselo como propio. Una contradicción muy útil a la hora de afrontar su propio torbellino acelerado. Que da sus frutos en forma de complicidad; porque en él sí que se hace bien patente aquella máxima que dice que no existen modelos sino cómplices. Gente de todos los pelajes, predispuesta a participar de un modo u otro en cualquiera de sus proposiciones. Voluntarios que no solo ofrecen su cuerpo para que sea tratado, sino también su alma.
            En el cómputo de su vasta obra nadie podrá nunca saber cuántas de las fotos de Luis Pérez-Mínguez son realmente suyas, desde el punto de vista de la gestión material. Algunas de ellas, más bien muchas, las hemos hecho en realidad nosotros, los otros, los que estamos a su lado; y esas imágenes son suyas y solo suyas, pese a quien pese, porque las maneja él desde su concepción hasta el momento del disparo. Porque nos maneja también a nosotros, pobres infelices, que nos creíamos artistas por el simple hecho de haber apretado su disparador, para congelar un instante que creíamos comunitario. Aunque lo mismo sucede al contrario, cuando él toma alguna de nuestras cámaras sin pudor, fotografiando por nosotros todo aquello que le apetece compartir. Para que se entienda: en su entorno, tomar una fotografía no es otra cosa que un acto biológico simple, de orden común, un hecho animal –humano-; una necesidad corporal en muchos de los casos, como respirar, comer, amar o dormir. Alguien toma la cámara, enfoca y dispara. Sin más. Luis no ha ocultado nunca que lo que más le mueve es lograr buenas fotografías con el mínimo esfuerzo. Para ahorrar energías pero, sobre todo, para compartir.
            Todo lo que hace referencia a Luis Pérez-Mínguez es materia pertinente, no solo suya, sino también de todos aquellos que coincidimos con él en algún momento de su órbita anamórfica. Para abordar con garantías a este monstruo de la creación no solo se necesitan buenos conocimientos sobre la materia -su materia-, tener además un mínimo de fantasía y no poca predisposición, sino también un hígado grande, y haberse ensuciado, al menos hasta las rodillas, en esta especie de yacimiento paleoantropológico que es su vida y, por defecto, su obra. Este hombre es un raro espécimen que recibe a todas horas. Recibe en la cama, en el salón, en el cuarto de baño; en bata o en traje de paseo, para arrancarles varios grados de complicidad a los que llegan sin saber que pronto comulgarán con su credo. Una ceremonia sin precedentes, en la que el recién llegado se sumerge como por arte de magia en aquello que se está gestando a escasos metros. Tambores ancestrales. Música primaria. Ritual. Festín antropófago en el que todo y todos somos de alguna forma devorados, vomitados y vueltos a devorar por el fotógrafo caníbal. Nadie que tropiece con él puede escapar, pues, a la vorágine que acontece cuando el ambiente se calienta. No importan el lugar, la persona o personas, la motivación del encuentro ni tampoco la hora o la situación atmosférica que enmarca el evento
            Todo en él es intenso, inmenso, arduo y un tanto complicado. Denso, muy denso, a la vez que entrañable y paternal; pendenciero también y, en ocasiones, hasta criminal. Su trabajo y su persona son una explosiva mezcla de elementos antagónicos. Hallar los límites de lo prohibido, andar sobre la cuerda floja, es lo que le mueve. Inclusive para con sus imágenes más tiernas. Todo un poema alegre pero difícil de tragar.
            Para concluir: supongamos que Luis Pérez-Mínguez hubiera sido Luis Pérez-Mínguez siete u ocho siglos atrás, aunque tan solo conociéramos de él sus trabajos, sin que quedase constancia escrita de su firma ni de su biografía por ningún lado. Pues bien, dada la magnitud de las circunstancias que acabamos de plantear, es más que probable que estudiosos de aquella época dorada, lo bautizaran con el nombre artístico de Maestro de la Intensidad.
            Texto publicado en el libro de Luis Pérez-Mínguez, número ocho de la colección PhotoBolsillo / Editorial La Fábrica /

·· Criaturas



Acabo de despertar de un mal sueño y me encuentro en otro mucho peor. Hace un sol de justicia. Recuerdo vagamente que algo interrumpió mi carrera, durante la noche, cuando regresaba a casa. Tengo la sensación de encontrarme tendido de mala manera, y eso no me gusta. Me siento húmedo... y al mismo tiempo seco ; y vacío, muy vacío. Necesito beber.
Una extraña corazonada me dice que este no es mi cuerpo de toda la vida. No sabría definir con exactitud qué me está pasando. Tengo la mente confundida. Estoy embotado. Y mi voluntad tampoco es, ni por asomo, la que corresponde. Quiero moverme y no puedo. Me conformaría con poder girar solamente el cuello hacia un lado, tan siquiera un ápice, para saber dónde me encuentro y qué está siendo de mí. Mi distancia focal es muy limitada, no alcanzará más allá del metro y medio; y mi ángulo de cobertura tampoco es bueno. Tengo la impresión de que solo me funciona el ojo derecho. Mi situación debe de ser mucho más grave de lo que alcanzo a imaginar.
Una enorme franja blanca viene a cruzarse por debajo del cuerpo; y encima de ella, justo delante de la cara, casi rozándomela, una especie de pequeño globo, con algo que bien podrían ser ramificaciones, se interpone en mitad de mi campo visual. ¡Hay que joderse! Detrás de esta bola, llego a vislumbrar un conjunto de hierbas secas y detrás de ellas, al fondo, casi con toda certeza, aunque entre nebulosas, una carretera que limita a un lado por una pared de piedras. Ese es todo mi mundo por ahora.
Apenas si puedo notar la respiración. Y lo único que me alivia un poco, entre tanta tensión, es esa ligera brisa en las entrañas. No acierto a comprender si será para bien o para mal ni quiero saberlo. En todo caso, me reconforta pensar que una brisa tonificante es siempre algo muy de agradecer.

            La mañana se ha levantado espléndida, todo hay que decirlo, y aunque no he podido dormir, debido a los problemas que se ciernen sobre mí, la noche ha transcurrido de algún modo tranquila. He oído mucho ruido y he visto muchas luces transitar. Varias veces he podido notar unas fuertes sacudidas en las patas traseras y en el rabo. No me voy a quejar, no tengo fuerzas para hacerlo. Lo importante es que ha amanecido y eso me da ciertas esperanzas. Hay que ser positivo aunque, definitivamente, la noche no es lo mío. Nunca lo fue.

            ¡Dios mío! ¿Qué ha sido este golpe? Me ahogo. La cabeza me da vueltas. Algo en la garganta me impide tragar. Nada vuelve a ser como parecía que había sido hasta hace un instante. Mi confusión ahora es total. Este último topetazo me ha puesto patas arriba, o al menos esa es la impresión que tengo. El cielo y la tierra se han puesto al revés, y recuerdo que solo se ponen así cuando en casa me acarician el vientre. ¡Y mi cola!, ¿qué pasa con mi cola? ¿Dónde ha ido a parar? No percibo ya su dulce y confortable balanceo. ¡Que alguien me ayude!
Un bulto de color rojo se acerca desde el horizonte invertido. Cada vez más rápido. Viene hacia mí. Mi cuerpo continúa sin reaccionar, aunque me noto algo más lúcido que hace un rato. La humedad que ayer me envolvía ha desaparecido. Acabo de descubrir que lo de la brisa interior no eran alucinaciones mías. Tengo el vientre fuera de lugar; diría que abierto a lo que venga. El corazón en la boca. Y las costillas iniciando un maldito puzle.
Esa cosa roja que venía a lo lejos acaba de perfilárseme en mi única retina en activo. Se trata de un automóvil de los grandes y continúa en dirección a mí. ¡Me pasará por encima!, de eso no me caben dudas.
             “El mal de las prisas”, que decía mi padre, “nadie se para por nadie”. En efecto, acaba de pisarme. Mi cráneo ha dado una vuelta completa de nuevo y ahora reposa -es un decir- sobre mi lomo totalmente allanado. El paisaje, al que me había ya acostumbrado, una vez más ha vuelto a cambiar de perspectiva. Con tanto trajín, me dan náuseas. Y aquí huele fatal. El zumbido de las moscas, que se ceban sobre mí, se me hace insoportable por momentos, y yo con el rabo extraviado, sin poder ahuyentarlas. Para mi desdicha, otra plaga, paralela a la de las moscas, se ha sumado a la fiesta de mis heridas. Son muchos y forman una microalgarabía desquiciante, que peregrina sin rumbo a lo largo y ancho de toda mi geografía corporal. Me entran por los oídos y me salen por la boca. Vuelven a entrar por la nariz y al poco tiempo los siento en la otra punta de mi vida maltrecha. Noto como si caminaran en fila india. Se me hace insoportable este cosquilleo que no cesa. Con todo este lío, no me había dado cuenta de que estaba oscureciendo y, al contrario que ayer y en tiempo pasado, tampoco me importa mucho. Lo que son las cosas.
            De nuevo se ha hecho la luz, y amanezco todavía más confundido que ayer. No sé cuántas horas, cuántos días, cuántas semanas llevo en esta situación. He perdido la cuenta. Hoy me noto todavía más seco. Solo unas pequeñas protuberancias, y mi cabeza prominente, que se resiste con orgullo a olvidar su forma primera, dan cuenta de lo que fui. Los vehículos siguen pisándome, uno tras otro, y este cuerpo que fue en otras circunstancias mío, lejos ya de sufrir por ello, cree estar acostumbrándose a su nuevo estado de sometimiento permanente. Son tantos los que abusan de mí... De puro aburrimiento, he dejado de apreciar los impactos. Los asumo como parte de este juego sin razón en el que me ha metido algún hijoputa y continúo a la espera de no sé qué. Siempre había oído decir que uno se acostumbra a todo y ahora puedo certificar que la afirmación es del todo cierta.
Un coche ha estacionado cerca de mi posición. Se acerca un hombre. Se para junto a mí. Da una vuelta a mi alrededor observándome atentamente desde ángulos diferentes. Se agacha. Se levanta. Repite posturas y ademanes. Se tumba en el suelo. Apoya la cara en él y me mira fijamente. Saca un objeto de su macuto y me lo acerca. El objeto en cuestión brilla como el cristal de una botella, y puedo verme reflejado en él. Apenas si me reconozco, de no ser por la mancha blanca de mi frente y por el bigote cobrizo, que todavía mantiene una cierta presencia. Mi aspecto es deplorable. Mucho más de lo que había imaginado en el transcurso de esta pesadilla, que todavía continúa. El humano se ha puesto a hablar consigo mismo. Murmura. No comprendo lo que dice ni lo que hace ni lo que busca de mí. Continúa observándome desde detrás del artefacto, que emite una especie de pitidos, cada vez más intensos, cuando lo maneja con los dedos. Ahora el tipo se pone en pie, me mira desde arriba como cuando llegó, da la vuelta y se aleja sobre sus pasos. Se introduce en el vehículo y desaparece.
Necesito agua, más agua de la que nunca había necesitado. No me extrañaría estar muerto, pero... ¿cómo voy a saberlo, si nunca antes lo he estado?