Medio en broma, medio en serio, sabíamos y no sabíamos
que la mona Chita
fue en vida muy aficionada a empinar el codo. Por las secciones de miscelánea
de algunas revistas del corazón y los noticiarios generalistas, corrían
periódicamente imágenes y comentarios, haciendo referencia a sus whiskies con
hielo después de las interminables sesiones de trabajo ante las cámaras. Se la
podía contemplar en actitud de relax, sentada sobre la clásica silla de lona de
los actores, con un grueso habano en la boca y un vaso de licor entre las manos.
Quiero remarcar que no teníamos del todo claro el vicio de Chita, aunque lo
intuyéramos, precisamente porque la poderosa industria del cine, a través de la
comunicación publicitaria, crea elaborados estereotipos con objeto de
promocionar en un sentido u otro a sus artistas. Chita tenía que ganarse el
cariño del público a toda costa, tenía que ser simpática y graciosa y su papel
de golfilla de salón sin duda ayudó mucho en este sentido.
A su muerte nos inundaron con infinidad de anécdotas,
en su mayoría chismes, muchos de los cuales abundaban en su afición a la bebida. El lenguaje
jocoso con respecto a los bebedores ha dado mucho de sí a lo largo de la
historia, y mucho más si cabe cuando se trata de animales. Se dijo que amaba la
cerveza por encima de todo y que, en su residencia de California, Dan Westfall
-su cuidador, la persona que le hizo de padre, secretario y psicólogo– le mantenía
en todo momento la nevera bien surtida.
Al final, todo aquello que se había rumoreado durante
décadas, resultó ser cierto. Con los riñones hechos polvo y una diabetes
galopante, los veterinarios tuvieron que darle el ultimátum obligándola a dejar
el alcohol.
En España le atribuimos el rol femenino desde el
inicio de su carrera, cuando en realidad era un macho y se llamaba Cheeta.
Bautizado en Liberia con el nombre de Jiggs en mil novecientos treinta y dos,
nuestro protagonista murió a los ochenta años de una insuficiencia renal el Día
de los Inocentes de dos mil once, en el centro de acogida para primates de Palm
Harbor, en Florida. Fue distinguido posteriormente en el Libro Guinness de los Récords como el chimpancé más longevo de la
historia, dato sobre el que confluyen muchas controversias, ya que los
chimpancés no pasan de los treinta y cinco años en libertad, ni de los cuarenta
y cinco cuando han vivido entre rejas o junto al ser humano, como Cheeta.
De lo que yo quería hablar, sin embargo, era de arte.
Los chimpancés son muy inteligentes. Aprenden con
facilidad el lenguaje de signos para comunicarse con nosotros y, de la misma
manera, imitan a la perfección actitudes, maneras y posturas. En este sentido
le encantaba el fútbol, como a su mentor y a mucha gente. No tanto jugar como
sí verlo por televisión acostado en el sofá. Lo que nos remite de nuevo, en su
caso, al alcohol.
Pudiera parecer una burla, pero he querido introducir
con toda la intención el tema de la bebida, para relacionarlo con toda esa
parafernalia superficial, a la vez que cargante, que rodea al arte. En primer
lugar con la bohemia de breviario que se ha atribuido al gremio por sistema.
Con la trillada “locura” de los artistas; la melancolía y el idealismo
corporativos; la soledad congénita; la inspiración y las musas de los cojones;
la incomprensión por parte de la sociedad; el papel de las cotizaciones
económicas a la hora de valorarnos artísticamente; el plus de libertad e
independencia que se nos atribuye en detrimento del resto de la población... En
resumidas cuentas, un sinfín de condicionamientos y arbitrariedades, que vienen
siendo tratados históricamente de forma poco juiciosa y reiterativa, y que una
parte del sistema utiliza premeditadamente para encauzar y fidelizar a
mentecatos, pobres de espíritu, “ciegos” y confundidos.
Me refiero a todo esto a propósito de la otra faceta
que hizo famoso al actorcito de Hollywood: su dominio del color y las formas indeterminadas.
Porque la mona Chita
pintaba… y dicen los que trataron el tema que lo hacía bastante bien. Por
supuesto no tenía ni idea de cómo llevar a cabo un retrato canónico, ni tampoco
sabía de bodegones u otras especialidades figurativas, aunque esa inicua
contrariedad importaba poco en la era del expresionismo abstracto, cuando
comenzó a hacer sus pinitos. Cheeta tenía un don natural. Sabía darle a la
brocha y al bote de pintura del mismo modo que lo hicieron Jackson Pollock,
Motherwell o el sintético Franz Kline. En realidad pintaba con los dedos,
aunque firmaba las obras a pincel.
Cheeta protagonizó cuatro películas de la serie Tarzán, aunque
hay historiadores menos rigurosos que aseguran que fueron doce. Todo es muy
confuso en la biografía de este singular personaje. Película arriba, película
abajo, las que protagonizara en su día le resultaron más que suficientes para
alcanzar la fama y retirarse con una pequeña fortuna a disfrutar de la vida. Fue en su gozoso
retiro cuando descubrió el arte de la pintura, a través de la que Westfall, que
nunca se separaría del mono hasta su muerte, consiguió acrecentar aún más la fortuna
familiar.
Existen a la par mucha confusión e informaciones
cruzadas con respecto a la faceta artística de nuestro protagonista. Unos dicen
que sus cuadros se vendieron por una pasta en exclusivas subastas, junto a la
obra de creadores consagrados, mientras que otras fuentes aseguran que sus
obras se vendían básicamente a los turistas. Fuera como fuere, y por la
información que tengo en mi poder, me queda claro que su notoriedad se
consolidó a partir de hacerse pública su creativa condición. Corroboradas las
ventas, los más puritanos se aferraron como a un clavo ardiendo a la cándida
versión de que de las ganancias de Cheeta se dedicaban exclusivamente a
financiar varios albergues para animales, entre ellos el de Palm Harbor.
Versión y discusiones aparte, el caso es que una mona madurita se nos había
convertido de la noche a la mañana en artista de éxito, y no lo hizo sola. Creo
que en eso sí estaremos todos de acuerdo.
El arte tiene estas cosas, que es muy voluble en su
expresión mediática popular, a la vez que tremendamente confuso y poco claro en
sus artimañas de gestión y manifestación. Existe un tipo de intermediario
inquieto, muy voluble, esnob y tremendamente avispado para con los negocios en
apariencia imposibles. Se inventa lo inimaginable con tal de sacar partido a su
iluminada intuición, poniendo en funcionamiento las más intrincadas estrategias
de marketing a la hora de vender
humo. Y le va bien porque, mientras haya dinero de por medio, el sistema está
perfectamente engrasado para asumir y potenciar todo este tipo de toxinas.
Quién se acuerda hoy de lo que supuso en su día aquel
estallido del arte comunista institucional en Occidente. No había galería cool del Soho neoyorquino que no
exhibiera aquella gran dosis de retórica importada. Sucedió lo mismo con los
indios norteamericanos. También con el arte proveniente de los manicomios. O
cuando se puso de moda aupar a artistas iniciáticamente iluminados, en el
momento en que los reyes del pop encontraron la paz interior en el regazo de
Buda.
No quedándome anclado en eso, quisiera ampliar un poco
más el horizonte de los desatinos, y enumeraré para ello varios ejemplos, con
la intención de meter aún más el dedo en la llaga. Veamos, pues,
que de igual modo sucede la misma mierda al dar pábulo a toda esta prole de
niños-genio-artistas que cada cierto tiempo nos introduce el mercado como
auténticas estrellas. De idéntica forma pasa con las monjas pintoras o
escultoras... y con esos aborígenes que acaban de salir de la gruta y que,
según doctos oportunistas, desarrollan un arte nunca visto anteriormente, que
surge de las entrañas de la Tierra, de los conventos y de la inocencia virginal,
precisamente para inyectarnos en las venas la frescura y la energía de la que
carecemos el resto de creadores en activo.
Visto lo visto y escrito lo escrito, me veo en la
irrenunciable obligación de finalizar este trabajo dando por sentado que todos
nosotros sí somos unas monas, desde el mismo instante en que nos apuntamos al
carro de la
superchería. Lo que no quita que, al margen del supuesto
oxígeno vivificante, existe una verdadera corriente de acción, cuyo fin último
es la consecución de un arte ético y responsable.