3.2.08

·· Y luego dicen que la escultura es cara



Mi relación con el mundo de los volúmenes ha sido siempre muy característica. Me considero escultor, entre otros tantos oficios, pero no deseo establecerme en él por muchas y muy diversas razones. Tampoco lo hago en las otras disciplinas que practico, precisamente porque me sacude el pánico cada vez que se me aparece el fantasma de las ocupaciones esclavas; y muy en particular cuando se trata de asuntos pesados. Lo mío es el "taller mental" sin limitaciones. (Lo escribió para mi Paulo Herkenhoff.) Por este motivo, y porque lo de picar rocas y cortar metales es labor del todo sucia y engorrosa, cada vez que siento la llamada de la piedra, en lugar de recluirme en mi estudio, como sería lógico, salgo a la calle y me instalo donde sea menos en casa. A pie de obra o de algarrobo o al amparo de algún muro acogedor. Debo suponer que hasta ahora ha sido fruto de la casualidad, aunque también podría achacarlo a los devaneos de mi mente en constante ebullición; y como última posibilidad, con la que no me siento en absoluto cómodo, podría incluso admitir que existe un cierto exhibicionismo por mi parte en este terreno. Sea como fuere, aquel verano me instalé una vez más a la vista de todos, en un solar que hace esquina y que queda a unos sesenta metros de mi vivienda de alquiler. Un asentamiento que me ofrecía la no poco despreciable posibilidad de tomar la corriente eléctrica de la casa de mis primos, que viven a tan solo veinte metros del descampado.
Cada mañana salía dispuesto a comerme aquellos pedruscos y, por concordancia, el mundo. Arrastrando mi flamante carrito, construido con maderas de desecho y cargado con los artilugios necesarios, me dirigía al taller improvisado con la intención ambulante de montar la parada diaria. Utilizaba aquel corto recorrido para escrutar ideas e incluso para darles forma en algunos casos; exiguos sesenta metros de exaltación y alegría contenidas, que se desataban como un torbellino gracias a la tensión liberadora de los primeros martillazos. (Porque lo de picar piedra, amigos y amigas, para el que no lo haya probado nunca, es algo grande, inmenso, intenso, desproporcionado, extraordinariamente difícil de explicar con palabras acordadas). Al llegar al matorral, esparcía mis cachivaches por el suelo, enchufaba mi amoladora a la corriente y me lanzaba a trabajar. Algunos curiosos se iban acercando para comentarme sus impresiones sobre la evolución de las piezas, mientras que otros vecinos lo hacían desde el asfalto, sin atreverse a cruzar esa frontera que demarca la intimidad.
En una de aquellas jornadas interminables, pulimentando una de las piezas, perdí el cuidado de mis ropas holgadas, volcado en la frenética actividad de mi flamante maquinaria, y los acontecimientos se precipitaron. Once mil revoluciones por minuto que se llevaron por delante todo lo que estaba a su alcance: camisa, camiseta, calzoncillo, cinturón y pantalones... y también mis atributos de masculinidad. Acababa de pillarme, engullidos entre los estrujados pliegues de mi vestimenta, mis genitales al completo. Un suplicio que se convirtió en una eternidad y del que no sabía cómo salir. Eran las tres menos cuarto de la tarde y el vecindario andaba en casa, dedicado a las tareas propias de la hora, así que tuve que apañármelas como pude para salir de aquel atolladero sin aparente solución. Debido al constreñimiento de la propia situación, tampoco podía gritar socorro. Me impuse cordura ahorrando toda la energía necesaria y actué de forma inmediata. No quedaba otra alternativa. De otro modo, acabaría dentro de una ambulancia y en la crónica de sucesos de algún medio local. Por su parte, el mecanismo continuaba agitándose con una virulencia inusitada; se movía de un lado a otro, vibraba y zumbaba y yo no encontraba la forma de agarrarlo. El interruptor de la amoladora había quedado oculto entre el amasijo de telas retorcidas y no había forma de parar el bicho. Se me ocurrió hacerme con la conexión eléctrica, que estaba a ras de suelo, a unos dos metros y medio de mi posición, para poder desenchufar el maldito ingenio. Pero, ¿cómo agacharme con aquel torbellino de malas intenciones agitándose entre mis piernas? Si doblaba el cuerpo, iba a exponer también mi vientre a los embates, y agudizaría aún más si cabía el sufrimiento de mis partes en peligro. No las tenía todas conmigo a la hora de conservar la integridad. Pasaban los minutos, hasta que se me ocurrió desacoplar los enchufes a patadas, pero éstos no quisieron colaborar. Y cuanto más hacía por separarlos, menos parecían estar ellos por la labor. Después de mucho intentarlo, al final se soltaron y por fin pude respirar aliviado.
Una vez detenido el ciclón, fui plenamente consciente del desastre que podía albergar en el interior de mi bragueta. Me bajé los pantalones y descubrí con espanto que un desbaratado mosaico, compuesto en apariencia por las más variadas lesiones, había pasado a ocupar la total superficie de mi geografía reproductiva y sus zonas adyacentes. Lejos de entretenerme en contabilizar los sanguinolentos detalles, arrastrado psicológica y emocionalmente por las evidencias, tuve la desagradable visión de haber pasado a formar parte de la gran corte de los milagros. Con un nudo en la garganta, convertido, pues, en minusválido de nuevo cuño, me subí la ropa a toda prisa y encarrilé a trompicones los pasos hacia mi casa, con la intención de ducharme y de aclarar las ideas. Relajado y limpio, decidiría qué hacer y a dónde acudir para conocer de buena fuente el alcance de las heridas. De camino hacia la ducha, recordé que tenía un invitado muy especial a comer ese día y que estaba a punto de llegar. (Se trataba de Santiago Olmo que, como comisario del pabellón español para la XXIV Bienal de São Paulo, venía a trazar un plan de actuación conmigo, al haberme elegido como único artista representante de la legación). Mis males se multiplicaron entonces por docenas, pues el negocio que tenía entre manos con él podría irse al traste si verdaderamente lo mío era tan grave como en principio se me antojaba que podía ser. Por un lado necesitaba todo el tiempo del mundo para concretar con él ciertos aspectos de nuestro proyecto inminente y, por otro, como era lógico, no podía desatender mi sobrevenida problemática de salud. Por razones obvias, en cuanto el convidado hizo su aparición por la puerta, no tuve más remedio que hacerle partícipe de mi preocupación. Aplicando sabiamente aspectos básicos del arte a la fisiología humana, Santiago logró tranquilizarme, asegurando que todo aquel berenjenal era pura apariencia superficial, pero nada importante.
Resultó, como él decía, que las inflamaciones fueron remitiendo a las pocas horas y las laceraciones desaparecieron milagrosamente a los pocos días del accidente. Así, sin necesidad de cuidados especiales, cada una de las partes recobró su aspecto original en poco tiempo, retomando el pulso de sus funciones ancestrales.
Y aún dicen que la escultura es cara.