Martes ocho de
noviembre de dos mil cinco. Aéroport
international de Bamako-Sénou.
En las dependencias
policiales del aeropuerto me encontré al bajar del avión con un gentío -para
mí- totalmente ajeno a las circunstancias lógicas de un lugar de esas
características. El alboroto era tan descomunal, tan atípico para un espacio de
control de identidades, que me quedé desconcertado. Parecía una mezcla de
tertulia de café, parque ciudadano en fiestas y casino repleto de jugadores que
pujasen al mismo tiempo por un triple al rojo. Niños con cachos de pan en la
mano corriendo por entre los pasajeros; mujeres y hombres gritando sus
conversaciones a distancia; diez o doce policías poniendo orden al unísono y de
forma contradictoria. También había vendedores de cachivaches y chucherías
convenciendo de los beneficios de sus distintos productos. En definitiva, la
seguridad nacional llevada al extremo de lo cotidiano.
Solucionado el embrollo bananero con los pasaportes,
las vacunas, el equipaje y los maleteros obstinados, al cruzar el umbral entre
el recinto de llegadas y el hall principal
me sorprendió la visión de un hombre alto que escrutaba el horizonte. Tendría
unos sesenta años, iba vestido a la manera tradicional, con el boubou estampado en batik y el bonete en
la cabeza, y mantenía en alto un letrero con mi nombre. Era noche cerrada y me
quedó claro que ninguna de las personas conocidas que se habían ofrecido para
recogerme estaban allí para cumplir con lo pactado. Me acerqué al hombre en
cuestión y, después de identificarme, le saludé de manera efusiva,
agradeciéndole que se hubiera molestado en venir a por mí. El señor bajó
respetuosamente la cabeza, me dio la mano y me indicó seguidamente la dirección
que debíamos tomar hacia la
salida. Manejaba un monovolúmen en perfecto estado, nada
comparable al parque móvil con el que me iría familiarizando en días sucesivos.
Durante el trayecto
hacia el hotel, hablamos de todo aquello de lo que pueden hablar dos
desconocidos… y también de las circunstancias que le habían traído al
aeropuerto y que, según él, habían sido de pura casualidad situacional.
-Sus amigos están ahora muy ocupados con el montaje de
la exposición. El
tema es que han surgido ciertos problemas de última hora –me dijo en un francés
impoluto-, y no han podido venir a recogerle. De modo que aquí me tiene a su
disposición.
Yo había ido a Mali, elegido por Santiago B. Olmo e
invitado por el Ministère Français de la
Culture, a participar en las Sixièmes
Recontres de la Photographie de Bamako. Mis compañeros y compañeras de
exposición llevaban ya en la ciudad varios días, esperándome, mientras que yo
me había estado retorciendo de nervios en casa por problemas con el visado en
París.
El conductor me explicó a grandes rasgos cómo era su
tierra; lo que había que hacer en su país para obrar adecuadamente, y lo que no
había que hacer jamás, si no quería incomodar a los nativos. También me
describió algunos de los lugares que no debía dejar de visitar bajo ningún
concepto. Me iba sorprendiendo para bien aquel hombre a medida que hacíamos
kilómetros. No parecía un tipo cualquiera, destilaba savoir faire por los cuatro costados. Era extremadamente delicado
en la conversación, pulcro en su vestimenta y muy correcto en las maneras. No
era un chófer al uso.
Disimuladamente, poco antes de llegar, recién entrados
en la ciudad y tras haber cruzado el Pont
des Martyrs sobre el río Níger, muy cerca ya del Hotel L’Amitié, escruté mis bolsillos en busca de dinero suelto. La
propina adecuada. Al bajar del coche, un billete viudo, de veinte euros, fue el
elegido para la ocasión, pues no encontré ningún otro de menor cuantía y
tampoco llevaba monedas. Ya la he pifiado: veinte euros vienen a ser aquí, con
toda seguridad, un tercio o una cuarta parte de su sueldo, pensé. Lo contento
que se va a poner el hombre... Nunca me ha gustado el acto de dar propina, y
mucho menos estando de pie. Me violenta esa característica transacción entre
manos retorcidas, medio a hurtadillas, como si hiciésemos algo prohibido y no
quisiéramos que los demás lo vieran. Disquisiciones morales a un lado, él me lo
supo agradecer con ciertos aspavientos, en absoluto chabacanos. Es más, incluso
hizo el ademán de querer llevarme la maleta, y la hubiera llevado, estoy
seguro, de no adelantársele el botones apostado en la base de la escalinata.
- ¿Por qué no entra y nos tomamos a un trago? –le dije-.
- Muchísimas gracias, pero no puedo. El día ha sido
muy largo y lo mejor será que me retire, para poder estar mañana en buenas condiciones
–me contestó con gesto amable-.
Con
el motor en marcha me saludó efusivamente desde la ventanilla, con la mano en
alto y una amplia sonrisa en los labios.
Entré al hall
y me dirigí a la recepción para cumplimentar los trámites de llegada. No había
habitación reservada a mi nombre, pues alguien de la organización se había
olvidado de llevar a cabo un pequeño trámite en este sentido. Conclusión: dormir
en un plegatín y en habitación ajena
la primera noche. Y mientras me encontrada solucionando el asunto de la
pernocta, apareció el resto de “mi” tropa.
- ¿Dónde está el Señor Traoré?, ¿dónde está el señor
Traoré?
- Pero, ¿quién es Traoré? –pregunté yo-.
- Hombre, Antoni, el señor que te ha ido a buscar al
aeropuerto –me respondió la representante española del Ministerio de Asuntos
Exteriores-.
Transcurridos unos treinta segundos aproximadamente, cuando
por fin callaron todos, pude enterarme de que el tipo del monovolumen era
alguien muy importante, y que estaba haciendo puntos para lograr el cargo de
futuro cónsul de España en Bamako.
- Se presta a casi todo, con tal de hacer méritos –continuó
la funcionaria-. Es muy buen tipo… y muy honrado, cosa rara en un político
africano.
- ¡Político! Ya me ha parecido a mí que ese hombre no
era un taxista -murmuré en voz alta-.
- ¡Taxista, no jodas, pero si Traoré fue Ministro de
Cultura en el anterior gobierno! –interrumpió Santiago-.
- ¡Seréis capullos…! ¿Por qué no me habéis dicho nada?
¿Para qué sirven los móviles, coño?
- Hombre, con las prisas y el follón de aquí…
- ¡Pues le acabo de dar veinte pavos de propina! ¿Cómo
lo veis?
- ¿Veinte qué? –se precipitaron varias voces al unísono.
- ¿Y los ha aceptado? –me preguntó Santiago,
asombrado-.
- Lo que oyes, Santi,
le he dado uno de veinte y se lo ha metido en el bolsillo como si tal cosa. Tremendamente
feliz diría yo que se ha quedado el tipo, pues me saludaba repetidamente desde
el coche con la sonrisa de un niño complacido.