Llegué bordeando la orilla; es la
forma más rápida y cómoda de acercarse al lugar. No fue tarea fácil, sin
embargo, dar con el camposanto. La orografía del terreno, junto con las trabas
impuestas por la insensata forma de urbanizar aquellas tierras de la ribera
norte, me obligaron a dar un sinfín de rodeos. El mar no acompañaba en aquel
momento. Las olas azotaban con fuerza los matorrales rastreros, y acabé
empapado hasta la cintura.
Detrás de aquella curva pronunciada, casi al final
del recorrido, apareció una playa discreta mareada por la acción del hombre
durante siglos de perrerías. Al diminuto arenal lo acababan de embellecer con
piedras encaladas del tamaño de una sandía. Emergía un modesto embarcadero
justo en mitad de la
ensenada. Me sorprendió que hubiera gente que cambiara el
color de la naturaleza: piedras blancas sobre la oscura composición de arena,
rastrojos y tierra oscurecida. Estética tan simple como contundente. Al norte y
a un lado del claro, mi vista se dio de bruces con un muro cegador, encalado
también a conciencia y con una centenaria puerta de madera desvencijada. La puerta estaba cerrada mediante una humilde
cuerda de un verde consumido, que la mantenía sujeta al quicio, para que el
viento y las olas la maltratasen en su justa medida.
Miré a través de los
barrotes, antes de decidirme a desatar la cuerda y a cruzar el umbral. La
emoción -me lo habían advertido otros que, como yo, pasaron antes por esto- fue
muy intensa. Entré decididamente y, a partir de ahí, fueron los propios signos los
que me fueron conduciendo. Mis pies no hacían otra cosa que dejarse llevar. Sin
apenas darme cuenta, había comenzado una inevitable, intensa y concienzuda incursión.
Un
antiguo cementerio de marinos en desuso, aunque no abandonado. Extremadamente
limpio y bien conservado. Expuesto al sol y al viento del norte que, en tierras
menorquinas, no está para bromas. Cerrado al mundo por los cuatro costados,
excepto por esa única abertura y, claro está, abierto al cielo.
Las proporciones del
complejo no sobrepasan las del rectángulo de juego en un campo de fútbol. Los
muros que lo preservan del árido entorno circundante, allí donde las lagartijas
y los mustélidos apenas sobreviven al embate de tanta naturaleza curtida,
contribuyen de forma drástica a determinar el verdadero sentido de aquel espacio
sobrenatural. Sin esos muros el escenario no sería el mismo. Ambiente denso,
recogido, monacal. Poesía arquitectónica mediterránea. Metafísica tórrida.
Cuentan que una vez al año
llega de tierras lejanas gente navegada, para limpiarle la cara y lavarle las
manos; reparan los desperfectos que el invierno haya podido causar y lo dejan
en condiciones para franquear otro año. Marineros implicados con la historia,
el honor y la lealtad, que rinden tributo periódico a sus compatriotas caídos
en acto de servicio.
Pude
contar hasta treinta y cinco construcciones mortuorias, de formas y tamaños
desiguales, que encerraban otras tantas historias de luz y sequedad cautivas.
Rangos y rasgos diferentes para cada uno de los túmulos. Blanco sobre blanco.
Calor. Piedra. Garrapatas. Rastrojos. Tierra y más tierra desnuda. Un solo cactus.
Los restos de algún pequeño animal irreconocible. Óxido camuflado por brochazos
de negro ligero, provenientes del maquillaje primaveral. Si bien la sensación
envolvente era de un silencio absoluto, al otro lado de las tapias se podían
percibir voces muy lejanas. Y el canto de las cigarras.
Ante
tan insólito panorama, mi cámara fotográfica resucitó del letargo recobrando su
aliento innato. Me detuve un instante para comprobar que todo en ella estuviera
a punto y continué el ritmo de los senderos. Me iba sentando sobre las tumbas
elevadas del suelo, al tiempo que inhalaba sentimientos nuevos en cada parada.
Aire puro. Sensaciones de pura vida en la muerte. Tremendo ejercicio en el
paraíso de la simplicidad y la nada. Infinita capacidad para recrear imágenes y
fabricar ideas: cientos de fotografías nacieron de allí aquella mañana, fruto
de la confluencia de fuerzas contrapuestas. Muchas de esas imágenes fueron
repeticiones exactas de otras ya captadas. Reiterar, re-hacer, volver atrás,
por el intenso placer de volver a sentir lo sentido hace un instante a través
del visor. No volví hasta el año siguiente.
Transcurrido
este tiempo, hoy regreso a mi cementerio. En esta ocasión no llego solo, he
traído conmigo a alguien a quien tengo en gran estima; un alguien que forma
parte de mí, y con el que comparto la demencia de algunos procesos creativos
difíciles de confesar. Magma letal en estado incandescente: se trata de
Luisito, Luis Pérez-Mínguez. Como es lógico, su presencia en el recinto ha
acelerado mi natural predisposición a la creatividad. De
modo que, nada más entrar y sin dejar de darle vueltas a mis temas, me separo
de él, al tiempo que le voy abocetando ciertas pautas desde un sendero
adyacente. Le considero un extranjero todavía y, como tal, me siento en la
obligación de guiarle, para que no cometa los mismos errores que yo cometí,
para que no pierda tiempo en cuestiones superfluas, de las que podré ponerle al
día en cuanto pasemos revista a la experiencia vivida. No es mi voluntad condicionarle,
él sabe de sobra lo que tiene que hacer, no se trata de eso, lo que deseo es
que amplíe al máximo el espectro de las posibilidades que tenemos enfrente.
Me agacho y tomo las
primeras imágenes a ras de suelo. Los encuadres son cortos y muy centrados.
Descubro, ahora, como si fueran tesoros, las placas de bronce, a las que no
presté demasiada atención el año pasado, volcado como estaba en el sentido
universal de aquella grandeza. Las chapas metálicas a las que me refiero hablan
de nombres y de graduaciones. De hombres, sobre todo, aunque también hay una
mujer entre ellos. Mi preocupación por no olvidarme de ninguno durante el
recuento fotográfico -no llevo papel ni lápiz para tomar notas- me obliga a
sudar de forma insólita. La excitación. Voy
repasando mentalmente, palmo a palmo, las tumbas que ya he registrado y las que
no. Alzo la vista constantemente, para ver dónde está y qué hace Luisito y la
vuelvo a bajar para continuar con la investigación. Como
si de un escáner se tratara, arrastro mi cuerpo de aquí para allá y en cada una
de esas operaciones de peinado acumulo más y más datos de interés. Me duelen
los codos; diría, para ser estricto, que me están sangrando.
A mi espalda detecto una
extraña sensación ambiental, como un murmurio de ascendencia mecánica, que
paraliza por un momento la actividad documentalista dual. La gigantesca proa de
un enorme transatlántico irrumpe por encima de la tapia que da al mar. Mi
invitado se apercibe enseguida de la magnitud de la escena, pese a que estaba
concentrado en un rincón, seguramente haciendo algo mucho más importante. Mi
amigo se yergue entre zarandeos, gira como puede su depauperado cuerpo ciento
ochenta grados, mientras se dirige hacia la posición del barco. Él no lo sabe,
porque acaba de llegar a la isla hace tan solo una hora –le he traído
directamente desde el aeropuerto-, pero el espectáculo no es tan extraordinario
como en un principio pueda parecer. Se repite todos los días de la misma forma
y a la misma hora. A fin de cuentas es puro efectismo, derivado del gran tamaño
de la bestia blanca. Consecuencias modernas. Vivo al otro lado del puerto y
dedico muchas horas a contemplar estas moles de acero que desfilan, una tras
otra, por delante de la ventana de mi habitación. Apercibo a Luis, le advierto
de que ya tendremos tiempo para barcos, pero él permanece absorto contemplando cómo
el coloso se jacta de la
historia. No quiere oírme. Insisto a voces en que no le he
traído aquí para esto: el verdadero espectáculo, amigo mío, no está ahí fuera,
sino aquí dentro, donde pisas la tierra. Continúa ignorándome, deslumbrado por la
majestuosidad de la ingeniería naval. Resignado, decido olvidar su incipiente
desvarío. Sin embargo, debo admitir que la composición con barco es mucho más
bella de lo que me atrevería a aceptar en público. Cada uno tiene su forma de
ser... y él es fotógrafo por encima de todas las cosas.
El buque continúa con su
avance pausado, hasta que se despide de nosotros haciendo sonar la sirena. Y desaparece del
encuadre dejándonos de nuevo sumergidos en la poética castrense: Thomas
Smothers / Us Navy / Uss Java / 1829. David Horton / Sea Us
Navy / Uss North Carolina / 1825. John Graft / Us Navy / Uss Delaware / 1829.
William Brown / Sea man / Aged 29 years. John Landsley / Sea Us Navy. Samuel
Morton / Capt. of Forecastle Us Navy / Uss Delaware / 1843. Henry Butler / Sea Us
Navy / Uss Cumberland / 1845. Unknown / United States / Sailor. William Mulloy
/ Sea Us Navy / Uss Delaware / 1829. Unknown / United States / Sailor. Unknown
/ United States / Sailor. Mary Griffith Hunter / Wife of Us Navy Sailor / 1870.
Placa sin inscripción. Jesse
/ Surname Unknown / Qm Us Navy / Uss Constitution / Apr 14 1818. Unknown / United States
/ sailor. Henry Jones / Qm Us Navy / Uss North Carolina / 1826. John Smith
Patterson / Act Master Us Navy / Uss Frigate Congress / 1842. Unknown / United
States / Sailor. Joseph Cooper / January 18th 1870 / Aged 20 years. A Ed W. Ar(
) Gayner. Placa sin inscripción. Benjamin Zell / Sea Us Navy / Uss Delaware /
1843. Adam Gillis / Sea Us Navy / Uss Delaware. Jacob Shane / Sea Us Navy / Uss
Delaware / 1845. John brown / Sea Us Navy / Uss Java / 1832. Silas Howard / Sea
Us Navy / Uss Delaware / 1828. James M Lee / Appicl Us Navy / Uss Delaware /
1843. Lester Johnson / Sea Us Navy. Edward Elton/ Sea Us Navy. Ben Andeken Des /
Capitän=Lieutenant / Karl Von Bunsen / Gestorben Am 28 März 1890 / Am Bord
S.M.S. Kaiser -el único de todos ellos que descansa en una parcela cerrada,
decorada con hierro forjado por los cuatro lados-. Robert Alberger / Sea Us
Navy / Uss Delaware / 1845. Placa sin inscripción. Placa sin inscripción. ( )org Bel( ) M( ) / (
) To Seal. Unknown / United States
/ sailor.