3.2.08

·· Tía María

Aproximadamente cada quince o veinte días subíamos al pueblo para ver a los familiares; de entre toda esa gente entrañable, jamás olvidábamos por supuesto visitar a la que todos los parientes y amigos llamábamos cariñosamente "la tía rica". Apodo que nunca llegué a entender, pues, en apariencia, la mujer vivía de forma más que modesta. Jamás fui capaz de adivinar en ella el menor signo de ostentación, exceptuando sus ciento cuarenta y pico kilos de peso, que a nadie pasaban desapercibidos. Y lo que es más cierto todavía: no olimos un duro ni antes ni después de su muerte.
El último recuerdo vivo que tengo de ella coincidió con un acontecimiento muy especial. Aquel día llegamos a la población con una alegría desbordada. Ibamos a mostrar nuestra nueva adquisición. Mi padre acababa de comprarse un pequeño utilitario, después de que hubiéramos pasado las mil y una peripecias a lomos de varias motocicletas con sidecar. Queríamos hacer partícipes de aquella dicha a los nuestros. El ingenio mecánico en cuestión era el último avance de la tecnología mediterránea, y con él acabábamos de entrar de forma instantánea en la nueva era de las comodidades. Por lo que había que predicarlo a los cuatro vientos, supongo. De todas aquellas personas a las que llevamos a probar el invento, mi tía “rica” fue la única que no disfrutó con el paseo. La recuerdo sudorosa, agarrada a la manecilla del salpicadero con las dos manos, con el bolso entre las rodillas, y suplicando en voz alta. ¡Por favor, Sebastián, no corras que acabaremos en el hospital! No era para menos, la velocidad punta que alcanzamos aquella tarde rozó los sesenta kilómetros por hora. Toda una prueba evidente de las grandes posibilidades de aquel cochecito con cuatro ruedas, dos puertas, una baca y un volante de serie.
Si la memoria no me falla, a las pocas semanas de aquello, y sin que hubiera tenido el paseo en coche nada que ver en el trágico desenlace, ella nos dejó para siempre. Mis padres se empeñaron en llevarme a la casa mortuoria para que la viera por última vez, pero me negué tajantemente. La angustiosa idea de tenerme que enfrentar a un cadáver tan grande, a tan poca distancia y en la misma habitación, me aterraba. De modo que les propuse un trato: Yo les esperaba en el coche el tiempo que hiciera falta, y más tarde les acompañaría al entierro, como un mal menor. Ir al camposanto tampoco me parecía un regalo del Cielo pero, al menos allí, los muertos no estaban a la vista, que ya era mucho terreno ganado al pánico.
La tumba estaba ya abierta cuando llegamos, y el profundo agujero negro que se abría en el suelo me produjo una gran conmoción. Rezamos todos juntos y en voz alta; luego, el sacerdote salpicó el ataúd y dio paso al entierro. Los operarios municipales, mal vestidos e irrespetuosos con el pesar de la familia, como suele ser costumbre en ellos -según pude constatar a medida que me fui haciendo mayor-, comenzaron su faena. Y la que tenía que ser una sencilla y rutinaria operación de abrir, dejar a la muerta dentro y sellar la lápida, acabó convirtiéndose en una larga y complicada chapuza rural con algunos toques de terror agridulce.
Debido al perímetro del cuerpo y al volumen derivado de aquella realidad ahora inerte, mi tía había necesitado de un baúl especial, claramente incompatible con las medidas de la boca de acceso. Cuando fueron a levantar el féretro, aquellos hombres no pudieron con él, y nos pidieron ayuda a los que estábamos presentes; a los mayores. Varios de mis tíos paternos se ofrecieron solícitos para echar una mano, haciendo constar empero, que no sería ninguno de ellos quién se metiera bajo tierra para maniobrar la caja desde el interior de la sepultura. Y así se hizo, según la voluntad de los que querían ayudar. Pero los problemas continuaron. Después de varios intentos infructuosos por meterla en el lugar que le correspondía, hubo que montar un improvisado andamio para poder maniobrar desde arriba aquel extraordinario peso muerto. Habiéndose tomado un respiro, después de un animado cónclave en el que todos aportaron ideas, se optó por abrir la caja y entrar la base con el cuerpo primero, y la tapa en segundo lugar. Le ataron dos cabos al cuerpo, uno a la altura del pecho y otro sobre sus muslos, uniendo de esta forma continente y contenido, para obtener un conjunto uniforme, mucho más fácil de manejar.
Pero, ¡qué horror!, la muerta apareció de repente ante nosotros, majestuosa, como una momia recubierta por una fina capa de cera verdosa. Al verla tan cambiada, mis piernas cambiaron súbitamente la rigidez del hueso por la flexibilidad de la goma; y mi madre, intentando darme ánimos para que pudiera superar aquella prueba de madurez, me repetía una y otra vez que “los muertos, muertos están”. De aquella forma tan rocambolesca pudieron poner el bulto de pie, sin temor a que se les viniera encima la pesada mole que contenía. Seguidamente iniciaron la maniobra de descenso pero, en el momento en que hicieron efectiva la posición vertical, la cabeza de mi tía se inclinó bruscamente hacia delante y la boca se le abrió de par en par, para soltar un eructo atronador, que nos dejó –creo que a todos- sin respiración. El sonido helado, y la peste a masa descompuesta, puso en retirada, entre vómitos y gritos de histeria colectiva, a todo el cortejo fúnebre.
Yo me quedé inmóvil delante de ella, de una sola pieza. Petrificado. Me despedí de este mundo, dándolo todo por perdido, y cerré los ojos esperando aquel bocado en el cuello, que me llevaría definitivamente al otro lado con ella.