3.2.08

·· Bebés

Durante muchos años fue uno de mis entretenimientos predilectos. Con el impulso de mis piernas y la fuerza de sus brazos, me elevaba sin interrupción cada varios metros. Cantábamos, no recuerdo qué, pero tenía que ver con los saltos.
Aquella tarde de agosto salimos a pasear como tantas otras tardes solíamos hacer. Pasadas varias travesías, calle abajo y rumbo al centro, que al fin y al cabo era siempre nuestro destino ineludible, nos encontramos con unos amigos. Los Ferrer tenían la misma costumbre de salir a distraer el bochorno vespertino, aproximadamente a la misma hora y por los mismos andurriales, por lo que no era extraño encontrarse con ellos en algún punto de aquel recorrido sistemático. El hijo lloraba ese día desconsoladamente. De hecho el chaval se pasaba la vida llorando; me sacaba de quicio; con sólo oírle nombrar se me ponían los pelos de punta. Para aliviar su disgusto la madre, sin perder la compostura ni el ritmo del paseo, le dirigía palabras suaves mientras iban acercándose a nuestra posición. Al principio no caí en la cuenta, y creí, más por inexperiencia que por otra cosa, que en aquella ocasión ciertamente le sucedía algo al niño. Pero no. Tardé muy poco tiempo en cerciorarme de que ese mimado seguía siendo el miserable mamón que yo conocía. Berrear era su moneda de cambio, y la utilizaba a su antojo, para obtener de sus progenitores todo aquello que se le metía entre ceja y ceja.
A saber qué estará tramando éste… con tanto jaleo -pensé para mis adentros-. ¡Cabronazo! Mientras tanto, nuestros padres habían emprendido ya la conversación de siempre por parejas; los machos hablaron de trabajo y de deportes, y ellas de sus cosas. Entre hombres y mujeres no hubo apenas cruce de palabras, como suele acontecer en la mayoría de este tipo de encuentros familiares; lo que me dejó en una situación inmejorable para poder actuar a placer, proporcionándome una gran facilidad a la hora de abordar al monstruito. Tan mayor –me decía yo- y todavía montado en un coche para bebés: ¡qué vergüenza!. No le soportaba. La visión de sus pies grandes a ras de suelo, y de su cuerpo sobrealimentado, desbordando con creces el asiento de aquel delicado vehículo, era una tentación demasiado grande como para que me resistiera a asaltarle sin contemplaciones. No había tiempo que perder. Le clavé una mirada profunda, de odio congénito y premeditado, en mitad de su turbia alma de infante consentido. Una buena puñalada de efecto para cortar el hielo. Seguidamente, y sin más preámbulos, le metí mano. Me aproveché de la distracción de la madre, que mecía el coche como una autómata, sin ni siquiera dedicarle la más escueta mirada compasiva.
Para ser exactos, le introduje el puño en la boca. Y lo hice de forma suave y acompasada, procurando no lastimarle demasiado al principio. Tanito, que así era como le llamaban cariñosamente los suyos, quedó perplejo. No se lo esperaba. Completamente bloqueado en el más estricto silencio de la sumisión, no supo cómo reaccionar. Ni tampoco podía, debido al repentino ahogo al que se vieron sometidas sus cuerdas vocales. A la sazón, fui abriendo y cerrando los dedos en el interior de su cavidad bucal, al mismo tiempo que giraba la mano como si fuera un dispositivo programado, arañando fuertemente en mis cortos desplazamientos internos encías, dientes y, por supuesto, mucosas. Me aventuré incluso hasta el esófago, y habría llegado mucho más lejos, al estómago, o al intestino, o quizás más allá, si no hubiera notado ciertos espasmos en el interior de aquella canalización viscosa; contracciones que relacioné rápidamente con arcadas. La repugnante visión del vómito ajeno estampado sobre mis ropas, chorreándome por el brazo y oliendo a rancio, hizo que me retirara justo a tiempo. El atemorizado Cayetano no podía creerse que aquello estuviera sucediéndole a él. Me observaba fijamente, en aquella incómoda postura, con los ojos fuera de sus órbitas. Como quien espera de antemano una nueva embestida del adversario, y se prepara para desviarla a tiempo y poder retroceder. El chaval no iba desencaminado, porque al primer conato de mueca que intentó esbozar, como reacción a mi primera embestida, le asesté en la cabeza tal capón de nudillos, que se quedó sin aliento. Con gesto entrecortado y con las manos alzadas, gesticulando a la manera de los marionetas mal accionadas, tomó aire como pudo, e intentó apercibir a su familia del drama que estaba viviendo ahí abajo. Le quedaba mucho por aprender a aquel imbécil: nunca tan acompañado, y a la vez tan solo.
Me gustaría precisar en este punto, que yo era plenamente consciente de mi actitud canalla, aunque también querría dejar constancia de que hay cosas y personas que uno, por más civilizado que sea, no puede soportar. (Hay mucha gente que necesita un toque de atención de vez en cuando).
Quise darle un ligero respiro, tras el cual, volvió a la carga. Berreó de nuevo, sólo que ahora, además, se revolvía como un animal ensartado. Al parecer no tenía suficiente. Me arrimé un poco más al coche, y deslizando suavemente mi mano por debajo de su camisa de hombrecito, le pellizqué con fuerza los michelines de la barriga. Si antes había tenido pocos escrúpulos con él, a partir de ese mismo instante la cosa iba a ser todavía mucho peor. Nadie me impediría actuar a lo grande, como siempre había soñado, después de haber dado con éxito los primeros pasos en esto del crimen.
Los cuatro de arriba no existían ya para nosotros dos, sumergidos como estaban en una de esas interminables chácharas fácticas en las que nadie arriesga nada personal. Mientras, aquel angelito seguía retorciéndose al son de los irrelevantes comentarios domésticos de nuestros papás. Ver como ese capullo perdía el mundo de vista, fue muy emocionante para mí; fue... como vivir una fantasía; era la máxima expresión de una necesidad hasta ese día latente. Pero por desgracia, la cosa no pudo pasar de ahí. Llegado el momento de la despedida, me fue del todo imposible terminar a conciencia lo que había comenzado minutos antes con tanta firmeza e ilusión. Guardé el gesto de la guerra en el fondo de la epidermis, escondí mis armas con extremo disimulo en la base de la espalda, y saludé cortésmente a los señores Ferrer, como era mi obligación de chico bien educado. A continuación, besé a Tanito en la mejilla, y cada familia continuó su camino. El gordito se iba bien arreglado, y yo, por el contrario, tremendamente insatisfecho por saberme a poco la faena.
Desde lejos, apoltronado en su vagoncito para capullos malcriados, con el cuello vuelto ciento ochenta grados para no perder de vista a su verdugo, no dejó de mirar atrás hasta verme desaparecer por la esquina de la Bodega España.