3.2.08

·· En torno al Maestro de la Intensidad



            Luis Pérez-Mínguez es, además de otras muchas cosas, un hombre accidentado. Un adolescente que sufrió una caída, casi mortal, que le condujo, para consuelo de unos y para desdicha de otros, a la fotografía. Es fotógrafo, para quien no lo sepa todavía, gracias y debido a ese fortuito encontronazo con una roca marina. Un accidente dramático al principio, que, no obstante, le ha ayudado en gran medida a saber cómo descomponer el mundo y cómo volverlo a organizar a su medida, todos y cada uno de los días de su existencia.
            Subido a una silla de ruedas y con la cámara al hombro, después de haberse recuperado lo justo del trauma, se fue un día a París, dejando atrás el acomodaticio esquema de la familia y los amigos, para aprender a caminar. Lo consiguió, emprendiendo al mismo tiempo otra cruzada simultánea, no menos audaz que aquella: el aprendizaje de la mirada. Se hace imprescindible en este punto recalcar que la específica selección de imágenes que, con motivo de este libro, el autor ha preparado, son herencia directa y profunda de su nueva manera de mirar. El cuerpo, la figura humana; sus propias trazas. Una constante a lo largo de toda su carrera. Después del drama, tuvo que reaprender a conocerse, tuvo que aprender a mirar el paisaje con nuevos ojos y a ver al prójimo desde una perspectiva quebrada. Con la óptica cambiada, comenzó a resituarse, a reorganizarse dentro del esquema cotidiano de los modos y las maneras, fotografiando y dibujando hasta la exasperación su nuevo cuerpo y el de los demás. Plasmando en papel la extrema necesidad de una adolescencia anatómica que la vida le había negado.       
            Su forma de captar imágenes es una consecuencia directa de ese andar a trompicones; de caer cada quince minutos; de ir por ahí con las rodillas y los codos en carne viva. Derivación analógica de haber mirado durante tanto tiempo desde abajo; de vernos al revés y, por ello, de dominar, cómo no, a la perfección, otros ángulos que a los demás nos son extraños. Es su mirada oblicua, supina, exagerada; a punto siempre de hacer saltar en pedazos todo lo observado. Sus cámaras, fruto de esta prodigada situación a ras de suelo, se mantienen en un permanente lamentable estado de revista. Deterioradas debido a las circunstancias adversas, se retuercen a hombros del que las maltrata sin culpa, o dentro de una bolsa maltrecha, obligadas a convivir con todo tipo de enseres, provenientes de otras castas que no son precisamente la de los mecanismos de alta precisión. Pero no importa, porque no es este un problema digno de mención a la hora de los resultados, en el bagaje de un profesional poco o nada vinculado al gremio del nitrato de plata. “Cuanto más jodidas están mis máquinas, parece mentira, mejor me salen las fotografías”. Cámaras en carne viva, cámaras fieles, accidentadas a la fuerza, torturadas por una causa justa. En este ambiente de agitación y flagelo, al mismo tiempo adorable y candoroso, no hay descanso. Los domingos no tienen cabida en el calendario, porque sencillamente no existen. Así son las cosas en el Madrid, en el Nueva York, en el Bangkok, en la Mallorca, en el Riahuelas de Luis Pérez-Mínguez.     
            De los procesos mecánicos que la fotografía, como toda disciplina, requiere, ni se ocupa. Le interesan solo de forma oblicua. Dice que no van con él ni con su forma de ser. Con que las imágenes tengan lo que tienen que tener, es más que suficiente. “Lo importante en todo esto es estar vivo y poder contar que lo estás. Las fotografías con alma no necesitan de una excelente técnica ni tampoco estar al abrigo de un excesivo discurso”. Las mejores, por eso, no serán nunca las más bonitas ni las mejor hechas, sino aquellas que nos interesen de algún modo. Son las que dicen de interioridades. Las que hablan por sí mismas, de sí mismas, mintiendo estrictamente lo justo. Imágenes desnudas. Como su autor, un hombre desnudo que ha dedicado todas sus fuerzas, desde que recobró la razón al caerse, a expresar lo que lleva debajo de la ropa, que no solo es cuerpo.
            Hay una gran falta de sentido del ridículo en todo lo que hace, lo que confiere a su forma de obrar una absoluta libertad. Él es uno de esos pocos privilegiados que se maneja sin complejos dentro del arte, sabedor de que si no arriesga a conciencia todo lo que hay que arriesgar, no podrá acercarse nunca hasta las cuestiones que valen la pena. Que son muchas. Así, metiéndose a menudo donde no le llaman, provoca que aflore a la superficie lo que la mayoría intenta evitar a toda costa: llegar al fondo de los seres humanos, los animales, el paisaje o los objetos.
            El concepto de autoría es otro de los puntos álgidos en la concepción de toda su obra. Es un artista convencional en el sentido intrínseco de la palabra. Le fascina ser el único y el más personal. Le encanta que le mimen en exceso. Un creador que exhala sutileza por los cuatro costados, dando a luz en la intimidad excelentes obras maestras en la dimensión de los grandes de la fotografía, digamos, “clásica”. Composición, modelo, reflejo, diálogos, intimidad, claroscuro. Figuras en el paisaje. Y es también, por la misma regla de tres, un artista despejado, en el que la idea moderna de autor, de obra o de derechos legales, no es la misma que en el resto de la humanidad inventiva. Un artista desprendido, que no oculta su satisfacción al pregonar que, en la mayoría de los casos, el resultado del trabajo creativo es fruto del azar cooperativo más que de la imperiosa y extendida necesidad de atribuírselo como propio. Una contradicción muy útil a la hora de afrontar su propio torbellino acelerado. Que da sus frutos en forma de complicidad; porque en él sí que se hace bien patente aquella máxima que dice que no existen modelos sino cómplices. Gente de todos los pelajes, predispuesta a participar de un modo u otro en cualquiera de sus proposiciones. Voluntarios que no solo ofrecen su cuerpo para que sea tratado, sino también su alma.
            En el cómputo de su vasta obra nadie podrá nunca saber cuántas de las fotos de Luis Pérez-Mínguez son realmente suyas, desde el punto de vista de la gestión material. Algunas de ellas, más bien muchas, las hemos hecho en realidad nosotros, los otros, los que estamos a su lado; y esas imágenes son suyas y solo suyas, pese a quien pese, porque las maneja él desde su concepción hasta el momento del disparo. Porque nos maneja también a nosotros, pobres infelices, que nos creíamos artistas por el simple hecho de haber apretado su disparador, para congelar un instante que creíamos comunitario. Aunque lo mismo sucede al contrario, cuando él toma alguna de nuestras cámaras sin pudor, fotografiando por nosotros todo aquello que le apetece compartir. Para que se entienda: en su entorno, tomar una fotografía no es otra cosa que un acto biológico simple, de orden común, un hecho animal –humano-; una necesidad corporal en muchos de los casos, como respirar, comer, amar o dormir. Alguien toma la cámara, enfoca y dispara. Sin más. Luis no ha ocultado nunca que lo que más le mueve es lograr buenas fotografías con el mínimo esfuerzo. Para ahorrar energías pero, sobre todo, para compartir.
            Todo lo que hace referencia a Luis Pérez-Mínguez es materia pertinente, no solo suya, sino también de todos aquellos que coincidimos con él en algún momento de su órbita anamórfica. Para abordar con garantías a este monstruo de la creación no solo se necesitan buenos conocimientos sobre la materia -su materia-, tener además un mínimo de fantasía y no poca predisposición, sino también un hígado grande, y haberse ensuciado, al menos hasta las rodillas, en esta especie de yacimiento paleoantropológico que es su vida y, por defecto, su obra. Este hombre es un raro espécimen que recibe a todas horas. Recibe en la cama, en el salón, en el cuarto de baño; en bata o en traje de paseo, para arrancarles varios grados de complicidad a los que llegan sin saber que pronto comulgarán con su credo. Una ceremonia sin precedentes, en la que el recién llegado se sumerge como por arte de magia en aquello que se está gestando a escasos metros. Tambores ancestrales. Música primaria. Ritual. Festín antropófago en el que todo y todos somos de alguna forma devorados, vomitados y vueltos a devorar por el fotógrafo caníbal. Nadie que tropiece con él puede escapar, pues, a la vorágine que acontece cuando el ambiente se calienta. No importan el lugar, la persona o personas, la motivación del encuentro ni tampoco la hora o la situación atmosférica que enmarca el evento
            Todo en él es intenso, inmenso, arduo y un tanto complicado. Denso, muy denso, a la vez que entrañable y paternal; pendenciero también y, en ocasiones, hasta criminal. Su trabajo y su persona son una explosiva mezcla de elementos antagónicos. Hallar los límites de lo prohibido, andar sobre la cuerda floja, es lo que le mueve. Inclusive para con sus imágenes más tiernas. Todo un poema alegre pero difícil de tragar.
            Para concluir: supongamos que Luis Pérez-Mínguez hubiera sido Luis Pérez-Mínguez siete u ocho siglos atrás, aunque tan solo conociéramos de él sus trabajos, sin que quedase constancia escrita de su firma ni de su biografía por ningún lado. Pues bien, dada la magnitud de las circunstancias que acabamos de plantear, es más que probable que estudiosos de aquella época dorada, lo bautizaran con el nombre artístico de Maestro de la Intensidad.
            Texto publicado en el libro de Luis Pérez-Mínguez, número ocho de la colección PhotoBolsillo / Editorial La Fábrica /