Luis
Pérez-Mínguez es, además de otras muchas cosas, un hombre accidentado. Un
adolescente que sufrió una caída, casi mortal, que le condujo, para consuelo de
unos y para desdicha de otros, a la fotografía. Es fotógrafo, para quien no lo
sepa todavía, gracias y debido a ese fortuito encontronazo con una roca marina.
Un accidente dramático al principio, que, no obstante, le ha ayudado en gran
medida a saber cómo descomponer el mundo y cómo volverlo a organizar a su
medida, todos y cada uno de los días de su existencia.
Subido
a una silla de ruedas y con la cámara al hombro, después de haberse recuperado
lo justo del trauma, se fue un día a París, dejando atrás el acomodaticio
esquema de la familia y los amigos, para aprender a caminar. Lo consiguió,
emprendiendo al mismo tiempo otra cruzada simultánea, no menos audaz que
aquella: el aprendizaje de la
mirada. Se hace imprescindible en este punto recalcar que la
específica selección de imágenes que, con motivo de este libro, el autor ha
preparado, son herencia directa y profunda de su nueva manera de mirar. El
cuerpo, la figura humana; sus propias trazas. Una constante a lo largo de toda
su carrera. Después del drama, tuvo que reaprender a conocerse, tuvo que
aprender a mirar el paisaje con nuevos ojos y a ver al prójimo desde una
perspectiva quebrada. Con la óptica cambiada, comenzó a resituarse, a
reorganizarse dentro del esquema cotidiano de los modos y las maneras, fotografiando
y dibujando hasta la exasperación su nuevo cuerpo y el de los demás. Plasmando
en papel la extrema necesidad de una adolescencia anatómica que la vida le
había negado.
Su
forma de captar imágenes es una consecuencia directa de ese andar a
trompicones; de caer cada quince minutos; de ir por ahí con las rodillas y los
codos en carne viva. Derivación analógica de haber mirado durante tanto tiempo
desde abajo; de vernos al revés y, por ello, de dominar, cómo no, a la
perfección, otros ángulos que a los demás nos son extraños. Es su mirada
oblicua, supina, exagerada; a punto siempre de hacer saltar en pedazos todo lo
observado. Sus cámaras, fruto de esta prodigada situación a ras de suelo, se
mantienen en un permanente lamentable estado de revista. Deterioradas debido a
las circunstancias adversas, se retuercen a hombros del que las maltrata sin
culpa, o dentro de una bolsa maltrecha, obligadas a convivir con todo tipo de
enseres, provenientes de otras castas que no son precisamente la de los
mecanismos de alta precisión. Pero no importa, porque no es este un problema
digno de mención a la hora de los resultados, en el bagaje de un profesional
poco o nada vinculado al gremio del nitrato de plata. “Cuanto más jodidas están
mis máquinas, parece mentira, mejor me salen las fotografías”. Cámaras en carne
viva, cámaras fieles, accidentadas a la fuerza, torturadas por una causa justa.
En este ambiente de agitación y flagelo, al mismo tiempo adorable y candoroso,
no hay descanso. Los domingos no tienen cabida en el calendario, porque
sencillamente no existen. Así son las cosas en el Madrid, en el Nueva York,
en el Bangkok, en la Mallorca, en el Riahuelas de Luis Pérez-Mínguez.
De
los procesos mecánicos que la fotografía, como toda disciplina, requiere, ni se
ocupa. Le interesan solo de forma oblicua. Dice que no van con él ni con su
forma de ser. Con que las imágenes tengan lo que tienen que tener, es más que
suficiente. “Lo importante en todo esto es estar vivo y poder contar que lo
estás. Las fotografías con alma no necesitan de una excelente técnica ni
tampoco estar al abrigo de un excesivo discurso”. Las mejores, por eso, no serán
nunca las más bonitas ni las mejor hechas, sino aquellas que nos interesen de
algún modo. Son las que dicen de interioridades. Las que hablan por sí mismas,
de sí mismas, mintiendo estrictamente lo justo. Imágenes desnudas. Como su
autor, un hombre desnudo que ha dedicado todas sus fuerzas, desde que recobró
la razón al caerse, a expresar lo que lleva debajo de la ropa, que no solo es
cuerpo.
Hay
una gran falta de sentido del ridículo en todo lo que hace, lo que confiere a
su forma de obrar una absoluta libertad. Él es uno de esos pocos privilegiados
que se maneja sin complejos dentro del arte, sabedor de que si no arriesga a
conciencia todo lo que hay que arriesgar, no podrá acercarse nunca hasta las
cuestiones que valen la pena. Que son muchas. Así, metiéndose a menudo donde no
le llaman, provoca que aflore a la superficie lo que la mayoría intenta evitar
a toda costa: llegar al fondo de los seres humanos, los animales, el paisaje o
los objetos.
El
concepto de autoría es otro de los puntos álgidos en la concepción de toda su
obra. Es un artista convencional en el sentido intrínseco de la palabra. Le
fascina ser el único y el más personal. Le encanta que le mimen en exceso. Un
creador que exhala sutileza por los cuatro costados, dando a luz en la intimidad
excelentes obras maestras en la dimensión de los grandes de la fotografía,
digamos, “clásica”. Composición, modelo, reflejo, diálogos, intimidad,
claroscuro. Figuras en el paisaje. Y es también, por la misma regla de tres, un
artista despejado, en el que la idea moderna de autor, de obra o de derechos
legales, no es la misma que en el resto de la humanidad inventiva. Un artista
desprendido, que no oculta su satisfacción al pregonar que, en la mayoría de
los casos, el resultado del trabajo creativo es fruto del azar cooperativo más
que de la imperiosa y extendida necesidad de atribuírselo como propio. Una
contradicción muy útil a la hora de afrontar su propio torbellino acelerado.
Que da sus frutos en forma de complicidad; porque en él sí que se hace bien
patente aquella máxima que dice que no existen modelos sino cómplices. Gente de
todos los pelajes, predispuesta a participar de un modo u otro en cualquiera de
sus proposiciones. Voluntarios que no solo ofrecen su cuerpo para que sea
tratado, sino también su alma.
En el
cómputo de su vasta obra nadie podrá nunca saber cuántas de las fotos de Luis
Pérez-Mínguez son realmente suyas, desde el punto de vista de la gestión
material. Algunas de ellas, más bien muchas, las hemos hecho en realidad
nosotros, los otros, los que estamos a su lado; y esas imágenes son suyas y solo
suyas, pese a quien pese, porque las maneja él desde su concepción hasta el
momento del disparo. Porque nos maneja también a nosotros, pobres infelices,
que nos creíamos artistas por el simple hecho de haber apretado su disparador,
para congelar un instante que creíamos comunitario. Aunque lo mismo sucede al contrario,
cuando él toma alguna de nuestras cámaras sin pudor, fotografiando por nosotros
todo aquello que le apetece compartir. Para que se entienda: en su entorno,
tomar una fotografía no es otra cosa que un acto biológico simple, de orden
común, un hecho animal –humano-; una necesidad corporal en muchos de los casos,
como respirar, comer, amar o dormir. Alguien toma la cámara, enfoca y dispara.
Sin más. Luis no ha ocultado nunca que lo que más le mueve es lograr buenas
fotografías con el mínimo esfuerzo. Para ahorrar energías pero, sobre todo,
para compartir.
Todo
lo que hace referencia a Luis Pérez-Mínguez es materia pertinente, no solo
suya, sino también de todos aquellos que coincidimos con él en algún momento de
su órbita anamórfica. Para abordar con garantías a este monstruo de la creación
no solo se necesitan buenos conocimientos sobre la materia -su materia-, tener
además un mínimo de fantasía y no poca predisposición, sino también un hígado
grande, y haberse ensuciado, al menos hasta las rodillas, en esta especie de
yacimiento paleoantropológico que es su vida y, por defecto, su obra. Este
hombre es un raro espécimen que recibe a todas horas. Recibe en la cama, en el
salón, en el cuarto de baño; en bata o en traje de paseo, para arrancarles
varios grados de complicidad a los que llegan sin saber que pronto comulgarán
con su credo. Una ceremonia sin precedentes, en la que el recién llegado se
sumerge como por arte de magia en aquello que se está gestando a escasos
metros. Tambores ancestrales. Música primaria. Ritual. Festín antropófago en el
que todo y todos somos de alguna forma devorados, vomitados y vueltos a devorar
por el fotógrafo caníbal. Nadie que tropiece con él puede escapar, pues, a la
vorágine que acontece cuando el ambiente se calienta. No importan el lugar, la
persona o personas, la motivación del encuentro ni tampoco la hora o la
situación atmosférica que enmarca el evento
Todo
en él es intenso, inmenso, arduo y un tanto complicado. Denso, muy denso, a la
vez que entrañable y paternal; pendenciero también y, en ocasiones, hasta
criminal. Su trabajo y su persona son una explosiva mezcla de elementos
antagónicos. Hallar los límites de lo prohibido, andar sobre la cuerda floja,
es lo que le mueve. Inclusive para con sus imágenes más tiernas. Todo un poema
alegre pero difícil de tragar.
Para
concluir: supongamos que Luis Pérez-Mínguez hubiera sido Luis Pérez-Mínguez siete
u ocho siglos atrás, aunque tan solo conociéramos de él sus trabajos, sin que
quedase constancia escrita de su firma ni de su biografía por ningún lado. Pues
bien, dada la magnitud de las circunstancias que acabamos de plantear, es más
que probable que estudiosos de aquella época dorada, lo bautizaran con el
nombre artístico de Maestro de la
Intensidad.
Texto
publicado en el libro de Luis Pérez-Mínguez, número ocho de la colección
PhotoBolsillo / Editorial La Fábrica /