Mi relación con el mundo de los volúmenes ha sido siempre muy característica.
Me considero escultor, entre otros tantos oficios, pero no deseo establecerme
en él por muchas y muy diversas razones. Tampoco lo hago en las otras
disciplinas que practico, precisamente porque me sacude el pánico cada vez que
se me aparece el fantasma de las ocupaciones esclavas; y muy en particular
cuando se trata de asuntos pesados. Lo mío es el "taller mental" sin
limitaciones. (Lo escribió para mi Paulo Herkenhoff.) Por este motivo, y porque
lo de picar rocas y cortar metales es labor del todo sucia y engorrosa, cada
vez que siento la llamada de la piedra, en lugar de recluirme en mi estudio,
como sería lógico, salgo a la calle y me instalo donde sea menos en casa. A pie
de obra o de algarrobo o al amparo de algún muro acogedor. Debo suponer que
hasta ahora ha sido fruto de la casualidad, aunque también podría achacarlo a
los devaneos de mi mente en constante ebullición; y como última posibilidad,
con la que no me siento en absoluto cómodo, podría incluso admitir que existe
un cierto exhibicionismo por mi parte en este terreno. Sea como fuere, aquel
verano me instalé una vez más a la vista de todos, en un solar que hace esquina
y que queda a unos sesenta metros de mi vivienda de alquiler. Un asentamiento
que me ofrecía la no poco despreciable posibilidad de tomar la corriente
eléctrica de la casa de mis primos, que viven a tan solo veinte metros del
descampado.
Cada mañana salía dispuesto a comerme aquellos
pedruscos y, por concordancia, el mundo. Arrastrando mi flamante carrito, construido
con maderas de desecho y cargado con los artilugios necesarios, me dirigía al
taller improvisado con la intención ambulante de montar la parada diaria. Utilizaba
aquel corto recorrido para escrutar ideas e incluso para darles forma en
algunos casos; exiguos sesenta metros de exaltación y alegría contenidas, que
se desataban como un torbellino gracias a la tensión liberadora de los primeros
martillazos. (Porque lo de picar piedra, amigos y amigas, para el que no lo
haya probado nunca, es algo grande, inmenso, intenso, desproporcionado,
extraordinariamente difícil de explicar con palabras acordadas). Al llegar al matorral,
esparcía mis cachivaches por el suelo, enchufaba mi amoladora a la corriente y
me lanzaba a trabajar. Algunos curiosos se iban acercando para comentarme sus
impresiones sobre la evolución de las piezas, mientras que otros vecinos lo
hacían desde el asfalto, sin atreverse a cruzar esa frontera que demarca la
intimidad.
En una de aquellas jornadas interminables,
pulimentando una de las piezas, perdí el cuidado de mis ropas holgadas, volcado
en la frenética actividad de mi flamante maquinaria, y los acontecimientos se
precipitaron. Once mil revoluciones por minuto que se llevaron por delante todo
lo que estaba a su alcance: camisa, camiseta, calzoncillo, cinturón y
pantalones... y también mis atributos de masculinidad. Acababa de pillarme, engullidos
entre los estrujados pliegues de mi vestimenta, mis genitales al completo. Un
suplicio que se convirtió en una eternidad y del que no sabía cómo salir. Eran
las tres menos cuarto de la tarde y el vecindario andaba en casa, dedicado a
las tareas propias de la hora, así que tuve que apañármelas como pude para
salir de aquel atolladero sin aparente solución. Debido al constreñimiento de
la propia situación, tampoco podía gritar socorro. Me impuse cordura ahorrando
toda la energía necesaria y actué de forma inmediata. No quedaba otra
alternativa. De otro modo, acabaría dentro de una ambulancia y en la crónica de
sucesos de algún medio local. Por su parte, el mecanismo continuaba agitándose
con una virulencia inusitada; se movía de un lado a otro, vibraba y zumbaba y
yo no encontraba la forma de agarrarlo. El interruptor de la amoladora había
quedado oculto entre el amasijo de telas retorcidas y no había forma de parar
el bicho. Se me ocurrió hacerme con la conexión eléctrica, que estaba a ras de
suelo, a unos dos metros y medio de mi posición, para poder desenchufar el
maldito ingenio. Pero, ¿cómo agacharme con aquel torbellino de malas
intenciones agitándose entre mis piernas? Si doblaba el cuerpo, iba a exponer también
mi vientre a los embates, y agudizaría aún más si cabía el sufrimiento de mis
partes en peligro. No las tenía todas conmigo a la hora de conservar la integridad. Pasaban
los minutos, hasta que se me ocurrió desacoplar los enchufes a patadas, pero
éstos no quisieron colaborar. Y cuanto más hacía por separarlos, menos parecían
estar ellos por la
labor. Después de mucho intentarlo, al final se soltaron y por
fin pude respirar aliviado.
Una vez detenido el ciclón, fui plenamente consciente
del desastre que podía albergar en el interior de mi bragueta. Me bajé los
pantalones y descubrí con espanto que un desbaratado mosaico, compuesto en
apariencia por las más variadas lesiones, había pasado a ocupar la total
superficie de mi geografía reproductiva y sus zonas adyacentes. Lejos de
entretenerme en contabilizar los sanguinolentos detalles, arrastrado
psicológica y emocionalmente por las evidencias, tuve la desagradable visión de
haber pasado a formar parte de la gran corte de los milagros. Con un nudo en la
garganta, convertido, pues, en minusválido de nuevo cuño, me subí la ropa a
toda prisa y encarrilé a trompicones los pasos hacia mi casa, con la intención
de ducharme y de aclarar las ideas. Relajado y limpio, decidiría qué hacer y a
dónde acudir para conocer de buena fuente el alcance de las heridas. De camino
hacia la ducha, recordé que tenía un invitado muy especial a comer ese día y
que estaba a punto de llegar. (Se trataba de Santiago Olmo que, como
comisario del pabellón español para la XXIV Bienal de São Paulo, venía a trazar un plan de actuación conmigo,
al haberme elegido como único artista representante de la legación). Mis males
se multiplicaron entonces por docenas, pues el negocio que tenía entre manos
con él podría irse al traste si verdaderamente lo mío era tan grave como en
principio se me antojaba que podía ser. Por un lado necesitaba todo el tiempo
del mundo para concretar con él ciertos aspectos de nuestro proyecto inminente
y, por otro, como era lógico, no podía desatender mi sobrevenida problemática
de salud. Por razones obvias, en cuanto el convidado hizo su aparición por la
puerta, no tuve más remedio que hacerle partícipe de mi preocupación. Aplicando
sabiamente aspectos básicos del arte a la fisiología humana, Santiago logró
tranquilizarme, asegurando que todo aquel berenjenal era pura apariencia
superficial, pero nada importante.
Resultó, como él decía, que las inflamaciones
fueron remitiendo a las pocas horas y las laceraciones desaparecieron
milagrosamente a los pocos días del accidente. Así, sin necesidad de cuidados
especiales, cada una de las partes recobró su aspecto original en poco tiempo,
retomando el pulso de sus funciones ancestrales.
Y aún dicen que la escultura es cara.