2.2.08

·· Bamako



Martes ocho de noviembre de dos mil cinco. Aéroport international de Bamako-Sénou.

En las dependencias policiales del aeropuerto me encontré al bajar del avión con un gentío -para mí- totalmente ajeno a las circunstancias lógicas de un lugar de esas características. El alboroto era tan descomunal, tan atípico para un espacio de control de identidades, que me quedé desconcertado. Parecía una mezcla de tertulia de café, parque ciudadano en fiestas y casino repleto de jugadores que pujasen al mismo tiempo por un triple al rojo. Niños con cachos de pan en la mano corriendo por entre los pasajeros; mujeres y hombres gritando sus conversaciones a distancia; diez o doce policías poniendo orden al unísono y de forma contradictoria. También había vendedores de cachivaches y chucherías convenciendo de los beneficios de sus distintos productos. En definitiva, la seguridad nacional llevada al extremo de lo cotidiano.
Solucionado el embrollo bananero con los pasaportes, las vacunas, el equipaje y los maleteros obstinados, al cruzar el umbral entre el recinto de llegadas y el hall principal me sorprendió la visión de un hombre alto que escrutaba el horizonte. Tendría unos sesenta años, iba vestido a la manera tradicional, con el boubou estampado en batik y el bonete en la cabeza, y mantenía en alto un letrero con mi nombre. Era noche cerrada y me quedó claro que ninguna de las personas conocidas que se habían ofrecido para recogerme estaban allí para cumplir con lo pactado. Me acerqué al hombre en cuestión y, después de identificarme, le saludé de manera efusiva, agradeciéndole que se hubiera molestado en venir a por mí. El señor bajó respetuosamente la cabeza, me dio la mano y me indicó seguidamente la dirección que debíamos tomar hacia la salida. Manejaba un monovolúmen en perfecto estado, nada comparable al parque móvil con el que me iría familiarizando en días sucesivos. Durante el trayecto hacia el hotel, hablamos de todo aquello de lo que pueden hablar dos desconocidos… y también de las circunstancias que le habían traído al aeropuerto y que, según él, habían sido de pura casualidad situacional.
-Sus amigos están ahora muy ocupados con el montaje de la exposición. El tema es que han surgido ciertos problemas de última hora –me dijo en un francés impoluto-, y no han podido venir a recogerle. De modo que aquí me tiene a su disposición.
Yo había ido a Mali, elegido por Santiago B. Olmo e invitado por el Ministère Français de la Culture, a participar en las Sixièmes Recontres de la Photographie de Bamako. Mis compañeros y compañeras de exposición llevaban ya en la ciudad varios días, esperándome, mientras que yo me había estado retorciendo de nervios en casa por problemas con el visado en París.
El conductor me explicó a grandes rasgos cómo era su tierra; lo que había que hacer en su país para obrar adecuadamente, y lo que no había que hacer jamás, si no quería incomodar a los nativos. También me describió algunos de los lugares que no debía dejar de visitar bajo ningún concepto. Me iba sorprendiendo para bien aquel hombre a medida que hacíamos kilómetros. No parecía un tipo cualquiera, destilaba savoir faire por los cuatro costados. Era extremadamente delicado en la conversación, pulcro en su vestimenta y muy correcto en las maneras. No era un chófer al uso.
Disimuladamente, poco antes de llegar, recién entrados en la ciudad y tras haber cruzado el Pont des Martyrs sobre el río Níger, muy cerca ya del Hotel L’Amitié, escruté mis bolsillos en busca de dinero suelto. La propina adecuada. Al bajar del coche, un billete viudo, de veinte euros, fue el elegido para la ocasión, pues no encontré ningún otro de menor cuantía y tampoco llevaba monedas. Ya la he pifiado: veinte euros vienen a ser aquí, con toda seguridad, un tercio o una cuarta parte de su sueldo, pensé. Lo contento que se va a poner el hombre... Nunca me ha gustado el acto de dar propina, y mucho menos estando de pie. Me violenta esa característica transacción entre manos retorcidas, medio a hurtadillas, como si hiciésemos algo prohibido y no quisiéramos que los demás lo vieran. Disquisiciones morales a un lado, él me lo supo agradecer con ciertos aspavientos, en absoluto chabacanos. Es más, incluso hizo el ademán de querer llevarme la maleta, y la hubiera llevado, estoy seguro, de no adelantársele el botones apostado en la base de la escalinata.
- ¿Por qué no entra y nos tomamos a un trago? –le dije-.
- Muchísimas gracias, pero no puedo. El día ha sido muy largo y lo mejor será que me retire, para poder estar mañana en buenas condiciones –me contestó con gesto amable-.
            Con el motor en marcha me saludó efusivamente desde la ventanilla, con la mano en alto y una amplia sonrisa en los labios.
Entré al hall y me dirigí a la recepción para cumplimentar los trámites de llegada. No había habitación reservada a mi nombre, pues alguien de la organización se había olvidado de llevar a cabo un pequeño trámite en este sentido. Conclusión: dormir en un plegatín y en habitación ajena la primera noche. Y mientras me encontrada solucionando el asunto de la pernocta, apareció el resto de “mi” tropa.
- ¿Dónde está el Señor Traoré?, ¿dónde está el señor Traoré?
- Pero, ¿quién es Traoré? –pregunté yo-.
- Hombre, Antoni, el señor que te ha ido a buscar al aeropuerto –me respondió la representante española del Ministerio de Asuntos Exteriores-.
Transcurridos unos treinta segundos aproximadamente, cuando por fin callaron todos, pude enterarme de que el tipo del monovolumen era alguien muy importante, y que estaba haciendo puntos para lograr el cargo de futuro cónsul de España en Bamako.
- Se presta a casi todo, con tal de hacer méritos –continuó la funcionaria-. Es muy buen tipo… y muy honrado, cosa rara en un político africano.
- ¡Político! Ya me ha parecido a mí que ese hombre no era un taxista -murmuré en voz alta-.
- ¡Taxista, no jodas, pero si Traoré fue Ministro de Cultura en el anterior gobierno! –interrumpió Santiago-.
- ¡Seréis capullos…! ¿Por qué no me habéis dicho nada? ¿Para qué sirven los móviles, coño?
- Hombre, con las prisas y el follón de aquí…
- ¡Pues le acabo de dar veinte pavos de propina! ¿Cómo lo veis?
- ¿Veinte qué? –se precipitaron varias voces al unísono.
- ¿Y los ha aceptado? –me preguntó Santiago, asombrado-.
            - Lo que oyes, Santi, le he dado uno de veinte y se lo ha metido en el bolsillo como si tal cosa. Tremendamente feliz diría yo que se ha quedado el tipo, pues me saludaba repetidamente desde el coche con la sonrisa de un niño complacido.