3.2.08

·· Criaturas



Acabo de despertar de un mal sueño y me encuentro en otro mucho peor. Hace un sol de justicia. Recuerdo vagamente que algo interrumpió mi carrera, durante la noche, cuando regresaba a casa. Tengo la sensación de encontrarme tendido de mala manera, y eso no me gusta. Me siento húmedo... y al mismo tiempo seco ; y vacío, muy vacío. Necesito beber.
Una extraña corazonada me dice que este no es mi cuerpo de toda la vida. No sabría definir con exactitud qué me está pasando. Tengo la mente confundida. Estoy embotado. Y mi voluntad tampoco es, ni por asomo, la que corresponde. Quiero moverme y no puedo. Me conformaría con poder girar solamente el cuello hacia un lado, tan siquiera un ápice, para saber dónde me encuentro y qué está siendo de mí. Mi distancia focal es muy limitada, no alcanzará más allá del metro y medio; y mi ángulo de cobertura tampoco es bueno. Tengo la impresión de que solo me funciona el ojo derecho. Mi situación debe de ser mucho más grave de lo que alcanzo a imaginar.
Una enorme franja blanca viene a cruzarse por debajo del cuerpo; y encima de ella, justo delante de la cara, casi rozándomela, una especie de pequeño globo, con algo que bien podrían ser ramificaciones, se interpone en mitad de mi campo visual. ¡Hay que joderse! Detrás de esta bola, llego a vislumbrar un conjunto de hierbas secas y detrás de ellas, al fondo, casi con toda certeza, aunque entre nebulosas, una carretera que limita a un lado por una pared de piedras. Ese es todo mi mundo por ahora.
Apenas si puedo notar la respiración. Y lo único que me alivia un poco, entre tanta tensión, es esa ligera brisa en las entrañas. No acierto a comprender si será para bien o para mal ni quiero saberlo. En todo caso, me reconforta pensar que una brisa tonificante es siempre algo muy de agradecer.

            La mañana se ha levantado espléndida, todo hay que decirlo, y aunque no he podido dormir, debido a los problemas que se ciernen sobre mí, la noche ha transcurrido de algún modo tranquila. He oído mucho ruido y he visto muchas luces transitar. Varias veces he podido notar unas fuertes sacudidas en las patas traseras y en el rabo. No me voy a quejar, no tengo fuerzas para hacerlo. Lo importante es que ha amanecido y eso me da ciertas esperanzas. Hay que ser positivo aunque, definitivamente, la noche no es lo mío. Nunca lo fue.

            ¡Dios mío! ¿Qué ha sido este golpe? Me ahogo. La cabeza me da vueltas. Algo en la garganta me impide tragar. Nada vuelve a ser como parecía que había sido hasta hace un instante. Mi confusión ahora es total. Este último topetazo me ha puesto patas arriba, o al menos esa es la impresión que tengo. El cielo y la tierra se han puesto al revés, y recuerdo que solo se ponen así cuando en casa me acarician el vientre. ¡Y mi cola!, ¿qué pasa con mi cola? ¿Dónde ha ido a parar? No percibo ya su dulce y confortable balanceo. ¡Que alguien me ayude!
Un bulto de color rojo se acerca desde el horizonte invertido. Cada vez más rápido. Viene hacia mí. Mi cuerpo continúa sin reaccionar, aunque me noto algo más lúcido que hace un rato. La humedad que ayer me envolvía ha desaparecido. Acabo de descubrir que lo de la brisa interior no eran alucinaciones mías. Tengo el vientre fuera de lugar; diría que abierto a lo que venga. El corazón en la boca. Y las costillas iniciando un maldito puzle.
Esa cosa roja que venía a lo lejos acaba de perfilárseme en mi única retina en activo. Se trata de un automóvil de los grandes y continúa en dirección a mí. ¡Me pasará por encima!, de eso no me caben dudas.
             “El mal de las prisas”, que decía mi padre, “nadie se para por nadie”. En efecto, acaba de pisarme. Mi cráneo ha dado una vuelta completa de nuevo y ahora reposa -es un decir- sobre mi lomo totalmente allanado. El paisaje, al que me había ya acostumbrado, una vez más ha vuelto a cambiar de perspectiva. Con tanto trajín, me dan náuseas. Y aquí huele fatal. El zumbido de las moscas, que se ceban sobre mí, se me hace insoportable por momentos, y yo con el rabo extraviado, sin poder ahuyentarlas. Para mi desdicha, otra plaga, paralela a la de las moscas, se ha sumado a la fiesta de mis heridas. Son muchos y forman una microalgarabía desquiciante, que peregrina sin rumbo a lo largo y ancho de toda mi geografía corporal. Me entran por los oídos y me salen por la boca. Vuelven a entrar por la nariz y al poco tiempo los siento en la otra punta de mi vida maltrecha. Noto como si caminaran en fila india. Se me hace insoportable este cosquilleo que no cesa. Con todo este lío, no me había dado cuenta de que estaba oscureciendo y, al contrario que ayer y en tiempo pasado, tampoco me importa mucho. Lo que son las cosas.
            De nuevo se ha hecho la luz, y amanezco todavía más confundido que ayer. No sé cuántas horas, cuántos días, cuántas semanas llevo en esta situación. He perdido la cuenta. Hoy me noto todavía más seco. Solo unas pequeñas protuberancias, y mi cabeza prominente, que se resiste con orgullo a olvidar su forma primera, dan cuenta de lo que fui. Los vehículos siguen pisándome, uno tras otro, y este cuerpo que fue en otras circunstancias mío, lejos ya de sufrir por ello, cree estar acostumbrándose a su nuevo estado de sometimiento permanente. Son tantos los que abusan de mí... De puro aburrimiento, he dejado de apreciar los impactos. Los asumo como parte de este juego sin razón en el que me ha metido algún hijoputa y continúo a la espera de no sé qué. Siempre había oído decir que uno se acostumbra a todo y ahora puedo certificar que la afirmación es del todo cierta.
Un coche ha estacionado cerca de mi posición. Se acerca un hombre. Se para junto a mí. Da una vuelta a mi alrededor observándome atentamente desde ángulos diferentes. Se agacha. Se levanta. Repite posturas y ademanes. Se tumba en el suelo. Apoya la cara en él y me mira fijamente. Saca un objeto de su macuto y me lo acerca. El objeto en cuestión brilla como el cristal de una botella, y puedo verme reflejado en él. Apenas si me reconozco, de no ser por la mancha blanca de mi frente y por el bigote cobrizo, que todavía mantiene una cierta presencia. Mi aspecto es deplorable. Mucho más de lo que había imaginado en el transcurso de esta pesadilla, que todavía continúa. El humano se ha puesto a hablar consigo mismo. Murmura. No comprendo lo que dice ni lo que hace ni lo que busca de mí. Continúa observándome desde detrás del artefacto, que emite una especie de pitidos, cada vez más intensos, cuando lo maneja con los dedos. Ahora el tipo se pone en pie, me mira desde arriba como cuando llegó, da la vuelta y se aleja sobre sus pasos. Se introduce en el vehículo y desaparece.
Necesito agua, más agua de la que nunca había necesitado. No me extrañaría estar muerto, pero... ¿cómo voy a saberlo, si nunca antes lo he estado?