En
la academia de arte no observábamos con el rigor necesario la principal norma
de su instituido. Ni tampoco las otras nueve, que, al ser consecuencia directa
de la primera, quedaban inhabilitadas por el mero hecho de irle a la zaga. Dicho reglamento
estatutario ofrecía, como contrapartida a la cantidad que teníamos que abonar
todos los meses en concepto por las enseñanzas recibidas, una educación
ejemplar. Pero allí, en el Estudio Lauria, al contrario que en el resto de las
escuelas del mundo civilizado, donde se supone que las gentes acuden
voluntariamente a recibir los conocimientos que han elegido como propios, cada
cual debía buscarse la vida.
Esa era, y no otra, la verdadera ley que había que observar
en aquella modesta institución. El único profesor, amo y señor de todas las
áreas docentes, además del establecimiento, ocupaba la mayor parte del día en
atender asuntos que poco o nada tenían que ver con la instrucción del
extraordinario oficio del arte. Aunque, en el fondo, tengo que admitir -lo
descubrí años más tarde- que nuestro tutor no nos tenía del todo abandonados.
Por la mañana temprano impartía una clase de vagas generalidades, salpicada de
objetivos a cumplir; y por la noche, a la hora de cerrar, surgía de entre las
tinieblas de su despacho para comprobar que todo aquello que nos había impuesto
como meta, doce horas antes, se había cumplido. Y dado que la clase artística
ha tenido siempre una gran capacidad de adaptación al medio, debo hacer constar
también que, visto en perspectiva, los resultados eran más que aceptables.
Nos manejábamos como una sociedad
juvenil, en régimen de autogestión, y aprendimos organizadamente a sobrevivir
en mitad de aquella pequeña jungla. Los veteranos ayudaban a los nuevos, mientras
que nosotros, los recién llegados, les aportábamos aire fresco de la calle. En aquel lugar
los únicos alumnos que se relacionaban con el maestro, de forma directa y
continuada, eran las chicas. Pero no para obtener de él ninguna dosis
suplementaria de magisterio, sino por motivos derivados del derecho de pernada,
que en los dominios feudales de don Mario Congost continuaba vigente. Los del
género masculino definitivamente le tratamos poco.
El
mismo día que yo ingresaba como alumno de base en el Estudio Lauria, lo hacía
también Roberto, un enjuto y atolondrado venezolano que, a los pocos días de
instalarse en la pequeña comunidad, se destapó como un tipo más raro que el
dormir de pie. Aparentaba alrededor de unos veinticinco años, aunque en
realidad tenía más de cuarenta. Según dijo, vivía a caballo entre América y
Europa, viajando de un lado a otro del Atlántico con sus padres y su hermana, a
pesar de la edad, por algún motivo directamente relacionado con asuntos del
negocio familiar en expansión, negocio al que hacía referencia con mucha
frecuencia, pero que nunca llegó a explicar de qué trataba en realidad. Sin
duda, porque no debía saberlo. Le había venido impuesto por imperativos del
destino y su corto raciocinio no alcanzaba ni para el enunciado de referencia.
En efecto, Roberto era uno de esos eternos artistas principiantes a los que lo
único que les mueve en esta vida es su pasión enfermiza por las naturalezas
muertas, las composiciones paisajísticas decadentes y los retratos de payasos. Lo
demás le traía sin cuidado. Todo miniaturas, claro está, no vayamos ahora a
pensar que era un aduanero Rousseau y que sabía explayarse a gusto a partir de
sus carencias. El sudamericano era un enajenado y, al mismo tiempo, un vicioso
de la pincelada relamida. Para obtener aquellos finos trazos ensortijados que,
según él, tanto enlucían sus bodegones, chupaba sin descanso la punta de los
pinceles, con objeto de que no perdieran la magia –ni la punta- por falta de
humedad. Su principal ocupación en el ámbito académico era la de incordiar a
todos los compañeros, intentando siempre arañar de todo el mundo técnicas y trucos, con
la clara y obsesiva intención de mejorar su angosto estilo. Roberto, por
increíble que pueda parecer y salvando las distancias, sí tenía muchos puntos
en común con el legendario Van Gogh. Solo que este último logró expandir sus
impulsos vitales a través de la fuerza de su obra, mientras que nuestro hombre
de Venezuela hacía todo lo contrario, liofilizaba la suya en diminutas cápsulas
pictóricas de una sola toma. Creaba una especie de cuadritos enfermizos, muy
reconcentrados, que le llevaban innumerables días de trabajo y que, en lugar de
ampliar las barreras de su espíritu, lo que hacían era constreñirlo. Nunca le
vimos dar por terminado un cuadro.
A
los dos meses y medio de haber comenzado el curso, el señor Congost admitió a
dos hermanos discapacitados, que no hacían otra cosa que gritar hasta la
extenuación para expresar su desmesurado impulso artístico en eterna
fermentación. Para mí, tímido de ultramar y desconocedor hasta la fecha de lo
que era el arte comunitario, todo aquello me resultaba muy difícil de entender.
Lo atribuía en principio al desbarajuste propio de la bohemia. "Cuestión
de estatutos", me contestó el director cuando le pregunté acerca de la
viabilidad de las dos nuevas incorporaciones. Aquel par de almas benditas
emitían guturales en voz alta a todas horas, y las iba alternando
simultáneamente, en un clamor muy bien acompasado, que con los meses llegó a
constituirse en un cántico de guerra para toda la tropa de la academia. Los que
llevaban allí mucho tiempo afirmaban que los gemelos aprenderían rápido. Me insistían
en que no me preocupara por ellos en exceso, pues no eran los primeros
disminuidos que recalaban en el centro, y que en todos los casos iban pasando
los cursos sin más problemas. Al final resultó que aquellos gritos, que yo
atribuía a una supuesta locura congénita, no eran sino la interpretación
disminuida de términos cultos como color, tonalidad, composición, perspectiva,
apunte o escorzo.
«Si
pudierais comprender la burocracia y el trabajo que supone tener abierta al
público una organización de estas características...», nos repetía cada vez que
surgían dudas a propósito de su dedicación al centro. Recuerdo haber entrado en
su despacho una sola vez, concretamente el día que mi padre me acompañó desde
Mallorca para formalizar la
matrícula. De las paredes de su oficina no colgaban obras
suyas, ni diplomas en propiedad, como hubiera sido lo ajustado a oficio, sino
grandes fotografías de sí mismo luciendo chupas de cuero, conduciendo motos a
lo Marlon Brando en Salvaje, y abrazando entre sus músculos de acero a las
hembras más vistosas de su Barcelona juvenil. Ya no era, sin embargo, el mismo
joven apuesto, bullanguero y camorrista de las fotografías. Se había convertido
en un vulgar hombre casado con problemas, que utilizaba las reliquias de su
cuerpo voluminoso -en otros tiempos musculado- para engatusar a todas aquellas
jovencitas, que aterrizaban en aquel picadero disimulado con pinceles y colores
al óleo sobre los papeles y consumidos carboncillos de Asphodelos al lado del teléfono. Un comercio desleal que quedó
totalmente al pairo con el advenimiento del bodegonista venezolano y, más concretamente,
con el de su hermana Natividad
María, una curvilínea pelirroja, pura sensualidad, que volvió
loco de inmediato a nuestro profesor. Don Mario consiguió convencer a Roberto
para que la matriculara durante un tiempo en la academia, so pretexto de
infundirle ciertos conocimientos asombrosos, que posteriormente ella podría
utilizar para echarle una mano a él, cuando ambos se encontraran lejos de
Barcelona. De esta forma podría solucionar una gran parte de los eternos
problemas que tan a menudo la pintura le solía plantear. Gracias a un sencillo
curso de psicología aplicada, la muchacha estaría en condiciones óptimas para
guiar los impulsos creativos de su hermano, ayudándole a superar cualquier
problema que pudiera surgir en la soledad de un hipotético estudio ambulante.
Después de todo, ella no estaba tan ocupada. Dedicaba la mayor parte de su
tiempo a malgastar la fortuna de la familia, comprando a diestro y siniestro
todo aquello que le entraba por la vista y que no necesitaba. «Ayudar a un
hermano es algo a lo que nadie debería negarse», concluyó Congost para terminar
de convencerla.
El profesor lo dispuso todo
para que la futura conductora de pintores atormentados se encontrara como en
casa. Tanto fue así, que rápidamente consiguió hacerse con los servicios
completos de la joven, arrastrado por la pasión irrefrenable de un vicio, el
suyo, al que no podía ni sabía poner fronteras. En contraposición, las
protestas de las otras alumnas, a las que había tenido subyugadas en secreto
hasta que apareció el tornado de América del Sur, no se hicieron esperar. Al
verse humilladas, después de haber sido súbitamente apartadas del candoroso
yugo académico, acabaron por organizar una revolución cruenta de la que salimos
todos escaldados.