3.2.08

·· Profesores


En la academia de arte no observábamos con el rigor necesario la principal norma de su instituido. Ni tampoco las otras nueve, que, al ser consecuencia directa de la primera, quedaban inhabilitadas por el mero hecho de irle a la zaga. Dicho reglamento estatutario ofrecía, como contrapartida a la cantidad que teníamos que abonar todos los meses en concepto por las enseñanzas recibidas, una educación ejemplar. Pero allí, en el Estudio Lauria, al contrario que en el resto de las escuelas del mundo civilizado, donde se supone que las gentes acuden voluntariamente a recibir los conocimientos que han elegido como propios, cada cual debía buscarse la vida. Esa era, y no otra, la verdadera ley que había que observar en aquella modesta institución. El único profesor, amo y señor de todas las áreas docentes, además del establecimiento, ocupaba la mayor parte del día en atender asuntos que poco o nada tenían que ver con la instrucción del extraordinario oficio del arte. Aunque, en el fondo, tengo que admitir -lo descubrí años más tarde- que nuestro tutor no nos tenía del todo abandonados. Por la mañana temprano impartía una clase de vagas generalidades, salpicada de objetivos a cumplir; y por la noche, a la hora de cerrar, surgía de entre las tinieblas de su despacho para comprobar que todo aquello que nos había impuesto como meta, doce horas antes, se había cumplido. Y dado que la clase artística ha tenido siempre una gran capacidad de adaptación al medio, debo hacer constar también que, visto en perspectiva, los resultados eran más que aceptables.
            Nos manejábamos como una sociedad juvenil, en régimen de autogestión, y aprendimos organizadamente a sobrevivir en mitad de aquella pequeña jungla. Los veteranos ayudaban a los nuevos, mientras que nosotros, los recién llegados, les aportábamos aire fresco de la calle. En aquel lugar los únicos alumnos que se relacionaban con el maestro, de forma directa y continuada, eran las chicas. Pero no para obtener de él ninguna dosis suplementaria de magisterio, sino por motivos derivados del derecho de pernada, que en los dominios feudales de don Mario Congost continuaba vigente. Los del género masculino definitivamente le tratamos poco.
            El mismo día que yo ingresaba como alumno de base en el Estudio Lauria, lo hacía también Roberto, un enjuto y atolondrado venezolano que, a los pocos días de instalarse en la pequeña comunidad, se destapó como un tipo más raro que el dormir de pie. Aparentaba alrededor de unos veinticinco años, aunque en realidad tenía más de cuarenta. Según dijo, vivía a caballo entre América y Europa, viajando de un lado a otro del Atlántico con sus padres y su hermana, a pesar de la edad, por algún motivo directamente relacionado con asuntos del negocio familiar en expansión, negocio al que hacía referencia con mucha frecuencia, pero que nunca llegó a explicar de qué trataba en realidad. Sin duda, porque no debía saberlo. Le había venido impuesto por imperativos del destino y su corto raciocinio no alcanzaba ni para el enunciado de referencia. En efecto, Roberto era uno de esos eternos artistas principiantes a los que lo único que les mueve en esta vida es su pasión enfermiza por las naturalezas muertas, las composiciones paisajísticas decadentes y los retratos de payasos. Lo demás le traía sin cuidado. Todo miniaturas, claro está, no vayamos ahora a pensar que era un aduanero Rousseau y que sabía explayarse a gusto a partir de sus carencias. El sudamericano era un enajenado y, al mismo tiempo, un vicioso de la pincelada relamida. Para obtener aquellos finos trazos ensortijados que, según él, tanto enlucían sus bodegones, chupaba sin descanso la punta de los pinceles, con objeto de que no perdieran la magia –ni la punta- por falta de humedad. Su principal ocupación en el ámbito académico era la de incordiar a todos los compañeros, intentando siempre arañar de todo el mundo técnicas y trucos, con la clara y obsesiva intención de mejorar su angosto estilo. Roberto, por increíble que pueda parecer y salvando las distancias, sí tenía muchos puntos en común con el legendario Van Gogh. Solo que este último logró expandir sus impulsos vitales a través de la fuerza de su obra, mientras que nuestro hombre de Venezuela hacía todo lo contrario, liofilizaba la suya en diminutas cápsulas pictóricas de una sola toma. Creaba una especie de cuadritos enfermizos, muy reconcentrados, que le llevaban innumerables días de trabajo y que, en lugar de ampliar las barreras de su espíritu, lo que hacían era constreñirlo. Nunca le vimos dar por terminado un cuadro.
            A los dos meses y medio de haber comenzado el curso, el señor Congost admitió a dos hermanos discapacitados, que no hacían otra cosa que gritar hasta la extenuación para expresar su desmesurado impulso artístico en eterna fermentación. Para mí, tímido de ultramar y desconocedor hasta la fecha de lo que era el arte comunitario, todo aquello me resultaba muy difícil de entender. Lo atribuía en principio al desbarajuste propio de la bohemia. "Cuestión de estatutos", me contestó el director cuando le pregunté acerca de la viabilidad de las dos nuevas incorporaciones. Aquel par de almas benditas emitían guturales en voz alta a todas horas, y las iba alternando simultáneamente, en un clamor muy bien acompasado, que con los meses llegó a constituirse en un cántico de guerra para toda la tropa de la academia. Los que llevaban allí mucho tiempo afirmaban que los gemelos aprenderían rápido. Me insistían en que no me preocupara por ellos en exceso, pues no eran los primeros disminuidos que recalaban en el centro, y que en todos los casos iban pasando los cursos sin más problemas. Al final resultó que aquellos gritos, que yo atribuía a una supuesta locura congénita, no eran sino la interpretación disminuida de términos cultos como color, tonalidad, composición, perspectiva, apunte o escorzo.
            «Si pudierais comprender la burocracia y el trabajo que supone tener abierta al público una organización de estas características...», nos repetía cada vez que surgían dudas a propósito de su dedicación al centro. Recuerdo haber entrado en su despacho una sola vez, concretamente el día que mi padre me acompañó desde Mallorca para formalizar la matrícula. De las paredes de su oficina no colgaban obras suyas, ni diplomas en propiedad, como hubiera sido lo ajustado a oficio, sino grandes fotografías de sí mismo luciendo chupas de cuero, conduciendo motos a lo Marlon Brando en Salvaje,  y abrazando entre sus músculos de acero a las hembras más vistosas de su Barcelona juvenil. Ya no era, sin embargo, el mismo joven apuesto, bullanguero y camorrista de las fotografías. Se había convertido en un vulgar hombre casado con problemas, que utilizaba las reliquias de su cuerpo voluminoso -en otros tiempos musculado- para engatusar a todas aquellas jovencitas, que aterrizaban en aquel picadero disimulado con pinceles y colores al óleo sobre los papeles y consumidos carboncillos de Asphodelos al lado del teléfono. Un comercio desleal que quedó totalmente al pairo con el advenimiento del bodegonista venezolano y, más concretamente, con el de su hermana Natividad María, una curvilínea pelirroja, pura sensualidad, que volvió loco de inmediato a nuestro profesor. Don Mario consiguió convencer a Roberto para que la matriculara durante un tiempo en la academia, so pretexto de infundirle ciertos conocimientos asombrosos, que posteriormente ella podría utilizar para echarle una mano a él, cuando ambos se encontraran lejos de Barcelona. De esta forma podría solucionar una gran parte de los eternos problemas que tan a menudo la pintura le solía plantear. Gracias a un sencillo curso de psicología aplicada, la muchacha estaría en condiciones óptimas para guiar los impulsos creativos de su hermano, ayudándole a superar cualquier problema que pudiera surgir en la soledad de un hipotético estudio ambulante. Después de todo, ella no estaba tan ocupada. Dedicaba la mayor parte de su tiempo a malgastar la fortuna de la familia, comprando a diestro y siniestro todo aquello que le entraba por la vista y que no necesitaba. «Ayudar a un hermano es algo a lo que nadie debería negarse», concluyó Congost para terminar de convencerla.
El profesor lo dispuso todo para que la futura conductora de pintores atormentados se encontrara como en casa. Tanto fue así, que rápidamente consiguió hacerse con los servicios completos de la joven, arrastrado por la pasión irrefrenable de un vicio, el suyo, al que no podía ni sabía poner fronteras. En contraposición, las protestas de las otras alumnas, a las que había tenido subyugadas en secreto hasta que apareció el tornado de América del Sur, no se hicieron esperar. Al verse humilladas, después de haber sido súbitamente apartadas del candoroso yugo académico, acabaron por organizar una revolución cruenta de la que salimos todos escaldados.